Jordi Cardero

Creer en un loco

El Liverpool arranca la Premier League entre los favoritos por primera vez en años. Y el mérito es de un excéntrico alemán que ha transformado a los incrédulos en creyentes al ritmo de «Allez, allez, allez».

El pelo rubio maleable cuando corre por la banda celebrando un gol, unas gafas hípster y una barba canosa, siempre arrugada por una sonrisa de sobresalientes dientes blancos. Aunque, por supuesto, no tanto como las de su delantero Roberto Firmino. Jürgen Klopp es un entrenador carismático. Con el paso del tiempo, hemos interiorizado su personaje y quizá lo hayamos naturalizado. O puede que realmente esté loco. Su forma de actuar fuera de lo común le convierte en alguien diferente, y eso siempre gusta. Pero dentro de la celebridad se esconde uno de los mejores técnicos del mundo. La locura la extrapola al terreno de juego, con un tridente anárquico que rompió todos los registros la temporada pasada y que en esta nueva campaña estarán mejor servidos. El Liverpool con el sello de Klopp ha pasado de ser un equipo de momentos a ser una realidad. Se ha despojado de la piel de un club en incipiente minusvalía futbolística para recuperar la ambición y emocionar a Anfield.

Como en una alienante realidad paralela en la que se absorbe Teddy Daniels en Shutter Island, Klopp culpió un equipo falto de muchas cosas, con pocos creyentes, hasta llevarlo a la final de una Copa de Europa. Sin embargo, el Liverpool antes pasó por un camino que aún no ha llegado a su fin. Nadie creía en los de Merseyside. El potencial ofensivo no se encumbraba con justicia. Los atacantes debían anotar más goles que fallos cometiese el apartado defensivo para sacar un buen resultado tras noventa minutos de juego. La decisión de no mejorar la defensa, sino apuntalar la lanza de ataque con varios nombres, carecía de un trasfondo de base sólida para justificar la política de fichajes del club.

En abril de 2016 llegó una de las primeras noches memorables del proyecto de Klopp. Con la necesidad de remontar la eliminatoria, el Liverpool se enfrentaba al Borussia Dortmund. El 1-3 favorable para los alemanes a media hora del final, auguraba un triste desenlace del recorrido europeo red. Pero el fútbol a veces se apiada con los más vulnerables y les reserva momentos heroicos. También a los defensas del Liverpool. Mamadou Sakho empataba el duelo -Philippe Coutinho había recortado distancias anteriormente- y escribía un cliffhanger antes del capítulo decisivo del encuentro. Anfield empujó y Dejan Lovren marcó el gol decisivo. Y ahí estaba el protagonista Klopp corriendo por la banda, pasando por el banquillo de su ex equipo para celebrarlo. Pero el resultado solo difuminó la realidad. No era la Champions League, sino la menospreciada -por los gigantes del continente- Europa League. En la que terminaría cayendo en la final ante el dominador del torneo, el Sevilla. Además, el equipo había accedido a la competición tras ser incapaz de superar la fase de grupos de la Champions. Pasaron Real Madrid y Basilea. Los de Anfield solo consiguieron vencer un partido. Fue ante el Ludogorets, con un gol de Steven Gerrard en el 93. Aunque antes había anotado de penalti un jugador muy acorde con el contexto, Mario Balotelli. Nada era perfecto.


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Meses antes, en Carrow Road, el Liverpool conseguía derrotar al Norwich City en el descuento. Adam Lallana fue el elegido en esa ocasión. Tras una serie de rebotes, marcaba el gol de la victoria. Para que el equipo marcase más tantos de los que había recibido. Vencieron los hombres de Klopp por 4-5. Pero el partido prende la mecha del disparate en la celebración del quinto gol. El técnico alemán nunca fue reservado. Y menos celebrando un gol importante. Esprintó hasta Lallana, que midió mal el salto y le rompió las gafas, ante la inminente llegada del grueso de jugadores para amontonarse en una piña.

El Liverpool de Klopp ganaba, pero no intimidaba. La proeza de Mané, Salah y Firmino pregonaron el potencial ofensivo del equipo. Loris Karius no supuso un punto de inflexión en la defensa, al sustituir a Simon Mignolet. Sin embargo, sí lo fue Virgil Van Dijk, que en sus primeros minutos ya decidió una eliminatoria ante el Everton. El central holandés fue la primera piedra de la segunda etapa del entrenador alemán. Junto a Salah, ambos fichajes elevaron el potencial de la plantilla a otra dimensión.

El contexto de la Champions League favorecía enormemente el juego del Liverpool. Ritmos muy altos para atacar espacios grandes con velocidad. Al espacio, no ha habido tridente más letal que el de Anfield. Hasta cierto punto, les benefició encontrarse al Manchester City de Pep Guardiola en el camino. El equipo se siente cómodo sin ser protagonista con el balón, selecciona momentos de verticalidad y juego directo para matar. Este estilo se enfatizó tras la marcha de Coutinho al Barcelona, el jugador más capaz de desequilibrar ante defensas encerradas.

El mercado de fichajes de este verano puede marcar un antes y un después. Una consolidación definitiva. Naby Keïta y Fabinho fortalecen un centro del campo que, por otro lado, ha perdido a Emre Can. Los dos traspasos no solo complementan y mejoran cualitativamente la plantilla, sino que le permiten a Klopp dominar un registro más. Someter a partir del balón para que, sin renunciar a la esencia, mejore el ataque posicional. Aunque el verdadero cambio está en la portería. Un punto esencial para mejorar la maltrecha defensa. Alisson Becker llega a Anfield para apartar al inconsistente Mignolet y al desafortunado Karius, que fue una apuesta personal del entrenador.

La forma de ser de Klopp se refleja sobre el verde. La ambición, valentía y, siempre, un punto de irracionalidad. De locura. Capaz de presentarse en un bar de Míchigan una noche cualquiera, con el equipo en plena pretemporada, cerveza en mano y cantando el Allez Allez Allez. Sin ninguna atadura, el Liverpool ahora sí compite por todo. Y este tipo loco ha dado motivos suficientes como para creer en él y en su equipo. En una competición de momentos como es la Champions y en la regularidad que exige la Premier League.

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Jordi Cardero