Cuando el Liverpool aterrizó en Roma en mayo de 1984, lo hizo como el más distinguido miembro de la realeza futbolística europea. Los Reds habían conquistado tres de las anteriores siete Copas de Europa con Bob Paisley en el banquillo y eran el poder hegemónico en Inglaterra. Joe Fagan, el sucesor de Paisley, ya había conquistado la liga (su tercera consecutiva, una hazaña no lograda desde el Arsenal de Herbert Chapman en los años 30) y la Copa de la Liga cuando su equipo llegó a la capital italiana.
Dominador absoluto en el panorama doméstico, Europa era el gran reto de los Reds. El equipo de Fagan eliminó al Odense en primera ronda, al Athletic de Bilbao en la segunda gracias a un tanto de Ian Rush en San Mamés, al Benfica en cuartos de final con una espectacular victoria en Lisboa por 1-4 y al Dinamo de Bucarest en semifinales.
Aquellos Reds eran un equipo temible. Mark Lawrenson y Alan Hansen formaban una pareja de centrales rocosa, Graeme Souness era un coloso en la medular y, en punta, dos leyendas como Kenny Dalglish e Ian Rush. El galés completó aquella temporada el mejor curso goleador de su carrera con 47 tantos.
Tras conquistar el título con antelación, el Liverpool tuvo dos semanas para preparar la final europea. Dos días después de acabar la liga, se enfrentaron al Newcastle en el partido de despedida de Kevin Keegan y, acto seguido, volaron a Israel para pasar una semana de preparación. Aunque los tabloides italianos describieron a los jugadores del Liverpool como turistas borrachos, la preparación del equipo para la final fue concienzuda. «Normalmente, jugábamos contra la selección nacional y luego nos pasábamos el resto de los días de fiesta», afirma Lawrenson. «Pero aquella vez entrenamos todos los días».
Y el equipo volvió a su centro de entrenamiento en Melwood el lunes antes de la final más preparado que nunca. «Recuerdo que durante el entrenamiento, Joe [Fagan] se giró hacia Ronnie Moran [su ayudante] y le dijo: «Están listos”». Sin embargo, faltaba un último ejercicio antes de emprender el viaje hacia la capital italiana. Antes de concluir el entrenamiento, Fagan organizó una tanda de penaltis contra el equipo juvenil. «¡Perdimos! ¡Y Bruce [Grobelaar] no paró ninguno!», afirma Lawrenson.
El ambiente en el Estadio Olímpico de Roma era ensordecedor. «Margaret Thatcher había prohibido a nuestros aficionados viajar, así que era realmente como jugar fuera de casa», recuerda Michael Robinson, que entró en el minuto 94 de la final en lugar de Kenny Dalglish.
Quizás como una forma de aliviar la tensión y engañar al miedo, o quizás para descolocar al rival, los jugadores del Liverpool comenzaron a cantar en el túnel “I don’t know what it is but I love it”, la canción de Chris Rea que estaba de moda en la época. «No recuerdo quién empezó», reconoce Lawrenson, «fue una de esas cosas espontáneas que suceden… los jugadores de la Roma debieron pensar que estábamos chalados».
Phil Neal adelantó a los Reds a los trece minutos pero Roberto Pruzzo igualó antes del descanso. Aunque el Liverpool controló el partido, el marcador ya no se movió hasta la tanda de penaltis. La primera de la historia de las finales de la Copa de Europa.
Llegó el momento de elegir a los lanzadores. «Nadie quería tirar los penaltis», recuerda con una sonrisa Robinson. «Steve Nicol dijo que él solo lanzaba si era el primero porque así no tendría tiempo de ponerse nervioso del todo; a mí me tocó el sexto». Lawrenson recuerda lo mismo: «Sé que a Bruce le tocó el noveno, y Hansen y yo discutimos sobre a quién le tocaba el décimo… ¡él decía que me tocaba a mí y yo decía que le tocaba a él!». Robinson recuerda con humor la enorme presión que sintieron los jugadores: «Yo ya estaba pensando en el adosado en Mongolia que me iba a comprar si fallaba».
Steve Nicol lanzó el primer penalti por encima del larguero. «Su fallo fue un alivio para los demás, recuerdo que pensé: “Así no seré el único que falla un penalti”», recuerda Robinson.
Luego sucedió algo curioso y que acabaría determinando el resultado de la tanda. Francesco Graziani se dispuso a lanzar el primer penalti para la Roma pero el capitán Agostino Di Bartolomei le arrebató el balón y lanzó el penalti que puso por delante a su equipo.
Di Bartolomei nació en Roma y se integró en las categorías inferiores de los giallorossi con catorce años. Durante sus doce años en el club, disputó más de 200 partidos y fue el líder de la Roma que conquistó la Serie A en 1983 y alcanzó la final de la Copa de Europa el año siguiente. Tras abandonar la Roma en 1984, pasó por Milan, Cesena y Salernitana, donde se retiró en 1990. Tras dejar el fútbol, fue víctima de la depresión y acabó suicidándose el 30 de mayo de 1994, diez años exactos después de la noche en que marcó el primer penalti de su equipo.
El segundo penalti del Liverpool correspondió a Phil Neal, el lanzador habitual del equipo, que puso el 1-1. El lateral derecho, que ya tenía entonces 33 años, era el único superviviente del equipo que había conquistado la Copa de Europa de 1977 ante el Borussia Mönchengladbach en el mismo escenario, el Olímpico de Roma. Aquella noche también marcó desde los once metros para poner el definitivo 3-1 en el marcador para los Reds.
Bruno Conti fue el encargado de lanzar el segundo penalti de la Roma pero, igual que Nicol, disparó por encima del larguero. «Cuando falló Conti, pensé “igual me toca”, no estaba pensando positivamente que igual ganábamos la Copa de Europa, solamente que me podía tocar lanzar un penalti», recuerda Robinson.
Tras dos lanzamientos, el marcador reflejaba un 1-1. A continuación, Souness y Ubaldo Righetti marcaron sus respectivos lanzamientos para colocar el 2-2. «Me puse a pensar que llevaba dieciséis años como profesional y mi carrera iba a ser recordada por haber fallado el penalti decisivo en una final de Copa de Europa», recuerda Robinson.
Ian Rush adelantó a los Reds con su cuarto lanzamiento. Llegó el turno de Francesco Graziani… y Grobelaar. «Nunca había visto un portero como Grobbelaar, que actuaba como un payaso», recuerda Graziani. Después de que Roma marcara el 1-0, Fagan le dijo al portero de Zimbabue que intentara descentrar a los rivales. Mientras Graziani colocaba el balón, el portero del Liverpool comenzó a cruzar sus manos sobre sus rodillas y a hacer muecas para tratar de distraer al delantero italiano. «Fui hacia la red y la mordí con mis dientes», recuerda el guardameta. «Estamos en Roma, el plato nacional son los spaghetti, así que haré piernas de spaghetti». Mientras Grobelaar hacía su ritual, el delantero italiano hizo el gesto de la cruz y se dispuso a lanzar su penalti. El balón golpeó el larguero y se marchó fuera. Alan Kennedy tenía la oportunidad de darle al Liverpool la Copa de Europa.
«Cuando estábamos decidiendo quién lanzaba los penaltis, todo el rato venía Alan Kennedy, un lateral medio torpe, para pedir lanzar uno pero no era el más idóneo y el capitán Souness no quería que lanzara», recuerda Robinson. «Cuando hacíamos equipos en los entrenamientos, antes elegíamos al entrenador que a él». Una opinión compartida por Lawrenson: «Mientras andaba hacia el punto de penalti, Hansen y yo nos miramos y dijimos: “Es imposible”». Mientras, Robinson seguía con sus propios cálculos: «Después del fallo de Graziani me dije que quizás, finalmente, no me tocaría lanzar. Y se lo dije a Hansen, que se me quedó mirando y me dijo: «Gato [el apodo de Robinson era cat], calienta”. “¿Por qué?”, le dije. “Mira quién va a tirar”, me respondió».
Dos horas antes de colocar el balón, Kennedy había practicado los penaltis durante el calentamiento para el partido. Sus lanzamiento había sido tan desastrosos que sus compañeros trataron de animarle diciendo “no te preocupes, nunca llegaremos a la tanda de penaltis”. El propio Kennedy recuerda sus dudas mientras colocaba el balón: «Podía escuchar en mi mente a mis compañeros diciendo: “¿Por qué Joe le ha elegido a él?”. Si hubiera podido teletransportarme a otro lugar, lo habría hecho. Sentí como si todo el mundo me estuviera mirando y pensé: “Si fallo, Souness me va a matar, Dalglish me va a matar y todos van a decir que soy un idiota”. No podía fallarles».
public://video_embed_field_thumbnails/youtube/wZWgQ4h7YAY.jpg
a:1:{s:7:»handler»;s:7:»youtube»;}
El portero de la Roma, Franco Tancredi, se lanzó a su izquierda y el lanzamiento de Kennedy fue ajustado al poste contrario. Era el 4-2 para el Liverpool en la tanda de penaltis y otra Copa de Europa para sus vitrinas. El salto de celebración de Kennedy tras el tanto se ha convertido en uno de los momentos más icónicos de la historia del Liverpool.
Todos los jugadores del Liverpool invadieron el terreno de juego para abrazar a Kennedy. «Le he dado con el tobillo, nos dijo», confiesa Robinson. «Tancredi adivinó el pensamiento de Kennedy pero Alan le dio con el tobillo y fue al otro palo». Kennedy ya había sido el héroe de la final de la Copa de Europa de 1981 en que el Liverpool se impuso por 1-0 al Real Madrid en París. «En aquella ocasión, le pegó fuerte con la pierna izquierda y le dio con el exterior del tobillo».
Pero la final es todavía recordada por los movimientos de piernas de Grobelaar. «Siempre nos burlamos de él sin piedad», reconoce Lawrenson, «¿cómo un portero puede ser el héroe de una tanda de penaltis cuando no ha estado ni cerca de parar ninguno de los lanzamientos?».
Tras la victoria del Liverpool, los aficionados romanistas que poblaban las gradas pusieron pies en polvorosa. «Dimos la vuelta olímpica ante un estadio vacío, solo ante los culos de los aficionados que se marchaban y el cemento de la grada», recuerda Robinson. Era la cuarta Copa de Europa en ocho años para el Liverpool. Una racha que quedó truncada dramáticamente al año siguiente. Los Reds alcanzaron de nuevo la final de la Copa de Europa, esta vez en Heysel ante la Juventus. Aquella noche, 39 personas perdieron su vida y los clubes ingleses fueron expulsados de las competiciones europeas. El Liverpool no regresaría a otra final hasta veinte años después, en 2005, cuando los Reds volvieron a hacer historia… tras otra tanda de penaltis.