Cuando te levantas por la mañana, hay un lapso -unos segundos, minutos- en los que la realidad confunde y las cadenas que te atan a la cama resisten. Si, además, viene acompañado de una buena resaca -y buena no significa buena-, dicho lapso puede aumentar a horas o incluso el día entero. Entonces, cualquier giro brusco de cabeza puede suponer un viaje a una dimensión reptiliana, pasando por el universo de matrix y regresando al sofá de casa con terribles secuelas. La noche anterior se recuerda más o menos en función de variables, como las cantidades que uno ingirió, las que no recuerda, la posición donde uno se despierta y si conoce ese lugar. Con el recuerdo de Yaya Touré pasa algo similar.
De algún modo, nuestra memoria ha tergiversado el pasado de Yaya. Aunque en el imaginario colectivo las temporadas recientes pueden pesar más, el costamarfileño fue uno de los centrocampistas más dominantes de la Premier League. Además, fue el coast to coast que el fútbol de las islas siempre bendice. Sin embargo, la heterogeneización de estilos de la liga, debido a las influencias de corrientes extranjeras, terminó comiéndose a un futbolista con sangre para triunfar -que aun así lo hizo- en ella. En cierto modo, aquello que lo convirtió en el centrocampista ideal para Premier League, fue lo mismo que terminó con él.
A medida que el fútbol ha ido cambiando a los futbolistas -o más bien, al contrario- algunas premisas se han desmitificado. Por ejemplo, un central alto puede no ir bien de cabeza o un extremo bajito puede no ser una bala. Sin embargo, aunque ha sido criticado durante los últimos tiempos, no sucede lo mismo con el centrocampista de raza negra. No importa que te llames N’Golo Kanté, Tanguy Ndombélé, Wilfred Ndidi o Touré Yaya. Automáticamente pasan a ser futbolistas eminentemente físicos, todoterrenos, makelelianos, destructores, absolutistas. Duros, como los tipos que toman café solo y sin azúcar o piden sus copas sin hielo. Estas afirmaciones tienen una mezcla de racismo arraigado socialmente y desconocimiento, por el simple hecho de no ver fútbol.
Yaya Touré tenía cosas del centrocampista prejuzgado por su color de piel. Marcaba las diferencias desde el físico, subía el balón a lo Magic Johnson, tenía una conducción en velocidad que cortaba el hielo como el transiberiano. En esas condiciones, era imparable. Además, sumaba un toque de técnica que lo hacía diferencial. Touré fue un jugador creativo, capaz de romper líneas de pase desde las primeras fases del juego, pero también sorprendía con una asistencia al espacio y, sobre todo, con su disparo. Con rosca -y esas faltas marca de la casa- o con fuerza, por las malas. Tenía uno de los tiros más poderosos de la Premier League. En sus temporadas más dominantes, el porcentaje de acierto entre Django y Touré fue muy parecido.
El costamarfileño reconoció que quería retirarse en el Barcelona, pero el nacimiento de un primerizo Sergio Busquets impidió que siguiese teniendo los minutos que deseaba. El Manchester City de la temporada 2010/11 tenía poco, muy poco, del actual. El City preindustrial era mucho más humano. Los hermanos Touré -su canción es uno de los mayores legados de la historia del fútbol-, James Milner, un joven David Silva y varios delanteros que fueron desde Emmanuel Adebayor hasta Mario ‘Why always me?’ Balotelli, pasando por Dzeko, Roque Santa Cruz o Jô. Bucear entre plantillas del pasado deja una sensación extraña que mezcla nostalgia y surrealismo.
La temporada 2016/17, Guardiola y Yaya volvieron a encontrarse. En las semifinales de Champions League del año anterior, el centrocampista ya dejó entrever una caída difícil de impedir. En el Santiago Bernabéu, Touré ya previó el futuro mostrando la versión del futbolista después del confinamiento: tosco, lento, aletargado y pesado. Fue su sentencia final. Con Guardiola, pese a que tuvo algunos pequeños tramos positivos -pero muy puntuales-, Touré ya no volvió a ser el mismo. Fernandinho se afianzó en el pivote y Kevin De Bruyne, cabalgando hacia convertirse en el mejor centrocampista del mundo, dejó a Touré tocado. Se juntaron su ocaso y las exigencias de un Guardiola que ya no le contempló como primera espada.
El fichaje de Yaya por el Manchester City fue como tomarse la primera cerveza de forma legal, una sensación de libertad. Lejos de estar encasillado al juego de posición, las alas que le ofreció Roberto Mancini descubrieron a un futbolista superior. En Manchester vivió las primeras horas de la noche con el italiano y Manuel Pellegrini, sus mejores años como futbolista. Con Guardiola le alcanzó el sol del amanecer y la resaca empezó a formar parte del ser. Como buen vividor, terminó su reposo en China. Cuando cogió el tono ideal, Touré Yaya fue, durante algunos años, un todocampista absolutamente dominador. Antes de que las copas de más de Guardiola lo tumbaran.