Arsène Wenger ha sido una de las pocas constantes invariables de nuestro día a día durante 22 años. Hay quienes leen estas líneas y hace dos décadas ni siquiera habían nacido. Otros verán fotos de entonces y detectarán una amplia variedad de arrugas y canas que el paso del tiempo les ha regalado. Si es que no se han quedado calvos por el camino, claro. Pelos no parece que haya perdido ni uno Wenger desde que llegó al Arsenal en 1996, y no habrá sido por falta de estrés, pero su admirable resistencia capilar hacía años que no era representativa de su situación como entrenador. Después de unas temporadas de bandazos que ni él ha podido soportar, el 20 de abril de 2018 pasa a la historia de la Premier League como el día en el que el técnico francés anunció el fin de su matrimonio con el club de su vida.
Abordar una figura tan importante y longeva en el fútbol británico como la de Wenger requiere un ejercicio de perspectiva complicado. Desde su llegada, el Arsenal ha cambiado de casa, sumado tres ligas, levantado siete veces la FA Cup y conquistado la Community Shield otras siete ocasiones, pero también ha sido el objetivo de los interminables chistes con el habitual cuarto puesto de los Gunners como tema central. Nadie mejor que el francés sabe que cuanto más grande eres, desde más alto puedes caer.
Wenger abrió una de esas puertas para las que sólo los pioneros tienen la llave: revolucionó el juego y sus métodos, vio potencial donde otros habrían desconfiado y con talento extranjero construyó un equipo legendario que se ganó el apodo de Los Invencibles. Cuando llegó, era el único entrenador de la Premier no nacido en Reino Unido o Irlanda, y su condición de innovador foráneo en una mesa ocupada por británicos sacó de sus casillas hasta a Sir Alex Ferguson. «Es un novato. Debería guardarse sus opiniones para el fútbol japonés», dijo de él en el 97, un año antes de que el francés ganara su primer campeonato nacional.
El Arsenal tiene mucha historia previa a Wenger —diez ligas y seis FA Cups previas al francés, por poner ejemplos—, pero fue Arsène quien lo situó en el nuevo mapa futbolístico del siglo XXI. El que lo convirtió en un club global y reconocible por sus iconos, sus logros y su estilo. El club londinense nunca podrá agradecer suficiente la exótica apuesta que hicieron en su día por un técnico que venía de entrenar en Francia y Japón. Sin embargo, tan justo es tener perspectiva para alabar el legado de Wenger como considerar que este adiós llega tarde. Despedirse a tiempo es una de las decisiones más difíciles de la vida y no hacerlo puede ensombrecer hasta los años más felices.
Del camino que él allanó hace dos décadas se han aprovechado infinidad de mánagers para aportar frescura mientras el propio Wenger la perdía. Presa de la exigencia que sus éxitos conllevaron, alzó al Arsenal a unos estándares de calidad que ni él soportó. Y después ganar su última liga en 2004 y llegar a la final de la Champions League en 2006, los Gunners sólo han podido celebrar quedar entre los cuatro primeros y levantar la FA Cup. Es cierto que en las 92 campañas anteriores a Arsène sólo en 23 se coló el Arsenal entre los cuatro primeros, mientras que con el francés siempre estuvieron presentes entre 1997 y 2016. Pero la falta de progreso desde los últimos grandes éxitos ha sido tan dañina que incluso el club ha sufrido una involución: ahora su lugar es la Europa League y la pelea por la sexta posición en Inglaterra.
Hay una frase que estos días se está moviendo por las redes sociales y explica a la perfección lo que ha supuesto toda esta era en el norte de Londres, para bien y para mal: «Wenger no es más grande que el Arsenal, pero el Arsenal es más grande por él». La memoria es traicionera y hoy pesa más la imagen del Wenger sin rumbo a los mandos de un equipo que encadena fracasos. Pero, con el tiempo y cuando ya no esté, todos los que sienten el club como propio recordarán que se enamoraron del escudo por lo que Arsène construyó.