«Un hombre razonable es aquel que se adapta al mundo que le rodea. En cambio, el hombre no razonable espera que el mundo se adapte a él. Por lo tanto, todo progreso depende del hombre no razonable»
George Bernard Shaw
Tras la contundente derrota sufrida por el Manchester City en su visita al King Power de Leicester por 4-2, Peter Schmeichel, padre de Kasper y leyenda del Manchester United, calificó a Pep Guardiola de “arrogante” por no rebajarse a adaptar su estilo al de su rival de turno. El Leicester fue fiel al libreto con el que protagoniza sus mejores interpretaciones, el que dicta defender en bloque bajo y salir al contraataque como un rayo. Y el City fue incapaz de detener ese presumible guion y sucumbió ante la velocidad de Jamie Vardy, autor de un hat-trick.
Esta temporada, el Manchester City ha sufrido como un pingüino en la Riviera Maya cuando le ha tocado enfrentarse a los equipos más rudimentarios de la liga. En casa, le ha costado vencer a equipos como Sunderland o West Ham, mientras que no logró pasar del empate ante Everton, Southampton, Stoke o Middlesbrough. Ante el Burnley, el equipo que practica un fútbol más directo de la liga junto al West Brom de Tony Pulis, pasó apuros en sus dos enfrentamientos de liga.
Tras esos encuentros, Guardiola reconoció que su equipo tiene deficiencias en el juego aéreo y en la gestión de la segunda jugada. Por supuesto, estas carencias no se deben a la falta de preparación táctica del equipo sino más bien a una decisión premeditada del técnico catalán. Guardiola quiere jugar los partidos según su propio guion, no el que dictan los rivales. ¿Es eso arrogancia o confianza ciega en tu propio estilo?
Personas allegadas al técnico catalán como Joan Vilà y Paco Seirul-lo, compinches de innovación de Guardiola en Can Barça, suelen destacar dos facetas del actual entrenador del Manchester City. Por un lado, su obsesión con la evolución. Guardiola es un insatisfecho crónico. Incluso después de una abultada victoria, si ha detectado situaciones inesperadas que no había contemplado, es capaz de no pegar ojo en toda la noche hasta encontrar la solución al problema. Por supuesto, la evolución entraña un riesgo. Cada nueva invención (o readaptación de una idea anterior), sea el falso nueve, las diagonales hacia dentro de los laterales o el tercer hombre, está sujeta al escrutinio de millones de observadores dispuestos a dejar caer la guillotina en caso de paso en falso.
La otra característica es la preeminencia de la forma sobre el fondo. Para Guardiola, lo importante no es ganar. Es hacerlo de una determina manera. Si no, no habrá valido la pena. Es una forma de pensar que a muchos aficionados al fútbol les cuesta asimilar. Con el fútbol sucede lo mismo que con las películas. Hay personas que jamás volverían a ver una película que ya han visto porque conocen el final. Otras consideran que el placer está en el camino, en la película en su totalidad, no en el mero desenlace. Son personas que disfrutan con las interpretaciones de los actores, con la fotografía, con los encuadres, con los detalles de la trama. Para ellos, conocer el destino no impide disfrutar del trayecto.
Quizás por culpa de la rivalidad generada en España durante la época en que José Mourinho y Pep Guardiola dirigían a Real Madrid y Barcelona, estas dos posturas están más enconadas que nunca cuando, en realidad, no existen motivos para ello. Algunos antepondrán el resultado, otros la forma de lograrlo. Ambas son respetables y comprensibles. Los primeros argumentan que en el fútbol, como en cualquier otro deporte, el objetivo último es ganar y los medios empleados son lo de menos. Los otros responderán que no es lo mismo ganar a lo Pulis, con un gol de saque de esquina y once tipos colgados del larguero cual chimpancés en la jungla durante una hora y media, que hacerlo dominando la posesión, el juego y arrollando al rival.
Lo mismo sucede con los estilos de juego. Desde que el juego de posición alcanzó su máxima expresión con el Barça de Guardiola, existe otro falso debate entre partidarios del juego asociativo y del fútbol directo. Los segundos suelen recriminar a los primeros que se atribuyan una supuesta superioridad moral. La realidad es que tampoco aquí existe antagonismo. Recurriendo de nuevo al símil fílmico, es como si los aficionados al western anduvieran a la greña con los amantes de la comedia a través de las redes sociales. Peor que eso. Es como si, cada vez que se estrena un mal western, los aficionados de la comedia les dijeran: “¿Lo veis? Vuestro género es una bazofia”.
Pero así es el fútbol. Un territorio formado por tribus antagonistas que se comunican mediante un lenguaje binario. Nosotros contra los demás. Ganar o perder. El blanco y el negro han acabado con los grises. Los partidos son batallas entre ejércitos enemigos. Para prevalecer hay que eliminar al rival. Sean partidos, torneos o sistemas.
Guardiola es una rara avis en el fútbol y, más todavía, en la Premier League. La lluvia de millones procedente de los derechos de televisión ha generado una liga hipercompetitiva donde cualquier equipo es capaz de invertir un par de docenas de millones de libras en un jugador. Esta feroz competencia ha generado una enorme presión sobre los entrenadores para suministrar resultados en plazos cada vez más breves de tiempo. En este marco es donde deben entenderse las declaraciones de Schmeichel padre o la reacción de los medios de comunicación ingleses y españoles ante la eliminación del Manchester City en la Champions League ante el Mónaco. Tras invertir 165 millones de libras netos en verano, el City estaba obligado a ganar la Premier League y superar las semifinales alcanzadas el año pasado en Champions por el equipo dirigido entonces de Manuel Pellegrini. En el lenguaje binario del aficionado de a pie, Guardiola ha fracasado. No hay espacio para hablar de procesos, proyectos a medio plazo (el largo en el mundo del fútbol murió el siglo pasado), mejoras incrementales.
Esta es la realidad: si Guardiola hubiera renunciado a sus principios, a su forma de entender el fútbol, habría logrado mejores resultados este curso. Ante Burnley y similares, podría haber juntado a todo el músculo del vestuario para competir ante su rival con sus mismas armas. Ante el Mónaco, podría haber optado por un enfoque más pragmático en la vuelta, acampar junto a su área y dedicarse a ver pasar la vida. Pero eso habría sido un crimen para Guardiola. Porque se habría traicionado a sí mismo.