Antonio Conte es un tipo con suerte. Luego de dominar a nivel doméstico en Italia con la Juventus, dejó a la Vecchia Signora para coger las riendas de su selección nacional. Allí dio muestras de su idea de juego. Una de sus patrones fue el uso de un colapsado medio campo en el que los laterales eran transeúntes comunes, dándole mayor volumen de juego a los interiores. Jugando así, Italia marcó tendencia en Europa y Roman Abramovic quiso ficharlo. Lo que sigue es historia.
Abramovich puede ser considerado como el hombre que cambió la identidad del Chelsea (para bien y para mal), pero la idea de fichar un técnico italiano no dista mucho del común denominador de los que le precedieron en la silla de mando de Stamford Bridge. Si hay un equipo abierto a técnicos itálicos, ese es el Chelsea. Estrellas del fútbol italiano convertidos luego en entrenadores, como Gianfranco Zola o Gianluca Vialli, autor de cuarenta goles en tres temporadas en el cuadro blue, así como técnicos ya reputados internacionalmente como Claudio Ranieri y Carlo Ancelotti, han pasado por el banquillo de Stamford Bridge. Es evidente que existe cierta afinidad entre el club y los italianos. Quizá sea porque su selección nacional y el equipo visten del mismo color.
¿Cómo es que este estilo ha surtido efecto por tanto tiempo en el balompié inglés? Llama la atención que, de los últimos cinco campeones de la Premier League, tres son italianos (Roberto Mancini con el Manchester City, Claudio Ranieri con el Leicester y Antonio Conte este año con el Chelsea). Uno de los sobrantes es José Mourinho que, a causa de su paso por el Inter de Milán y de su estilo defensivo en partidos grandes, podría ser considerado como un técnico cercano a la filosofía de la camada itálica que viene gobernando Inglaterra.
El fútbol inglés tocó (nuevamente) fondo al no clasificarse para la Eurocopa de Austria y Suiza de 2008. Curiosamente lo hizo tras sucumbir por dos veces ante la Croacia de Slaven Bilic, que entonces jugaba con la, hoy de moda, línea de tres centrales. Tras la eliminación, la federación inglesa fichó a Fabio Capello como técnico de Inglaterra. Es pintoresco que el país que inventó el deporte abogue por un extranjero, pero es el precio que se pagó luego de cerrar varias redes culturales en el siglo pasado.
Una de las claves de que la gestión de Capello tuviese sentido fue la distribución del esfuerzo físico en la duración del partido. Es una costumbre italiana especular para saber cuándo atacar a la contra y cuándo guardarse energías para echar el resto en los minutos finales. Esta dinámica contrasta con el modo en el que los equipos salen a los campos ingleses. Si bien ya no es solo kick and rush, no todos tienen los pulmones de N´Golo Kanté para recorrer el campo durante noventa minutos.
Mientras el continente europeo profundizaba en el dominio de las transiciones, como Jürgen Klopp y sus discípulos con el gegenpressing, la escuela portuguesa abrazaba de forma ferviente la periodización táctica y el Barça impulsaba la metodología de entrenamiento de Paco Seirul-lo que muchos entrenadores siguieron a continuación, en las islas no se produjo ninguna innovación digna de ese nombre. Los técnicos locales, poco dados a viajar al extranjero para entender ideas ajenas, se quedaron anclados en un fútbol donde lo importante tras perder el balón es replegarse en dirección a portería. Lejos, por ejemplo, de los predicados del Barça: «Para defender, hay que dar un paso adelante. Para atacar, hay que dar un paso atrás». En otras palabras, para defender, hay que presionar. Para atacar, hay que ampliar el campo hasta sus límites.
Si bien Fabio no pudo demostrar su punto con una selección, dejó una mentalidad que hoy los clubes más exitosos han replicado: flexibilizar esfuerzos en noventa minutos. Equipos como el Chelsea de Conte no mantienen un ritmo alto todo el partido, sino que gestionan sus esfuerzos en períodos de tiempo específicos. Por eso se producen tantos goles en los minutos finales: dosifican sus energías en los momentos clave del partido, además de trabajar el juego sin balón.
Pero el fútbol no es una ciencia. No hay que ser italiano para ganar la Premier, aunque la tendencia de los últimos tiempos demuestre lo contrario. De hecho, si observamos con detenimiento, Mancini, Mourinho y Conte tuvieron planteles con talento suficiente para armar un esquema harto competitivo; Ranieri propulsó las virtudes de su equipo aunado a unas curiosas rutinas ganadoras en pizzerías que funcionaron como dinámicas grupales. A veces, el fútbol inglés tiene estas anécdotas pintorescas.
Están los que tienen su idea y la defienden sin importar rival, pese a ciertas variantes. Otros tienen un esquema más conservador, se amoldan en base a las virtudes y falencias del oponente. Criticar cualquiera de las dos posturas es desconocer la experiencia y trabajo a puerta cerrada con el equipo. Y poco objetivo. Pero equipos como el Leicester de Ranieri o el Chelsea de Conte están basados en el orden. Tampoco fueron especialmente propositivos el Manchester City de Mancini o los equipos de José Mourinho (y me permito el salto a la Juventus de Allegri) que suponen un exhaustivo estudio del rival para sacar ventaja de sus debilidades.
Lo importante es que, por más que su fútbol sea reactivo y no tan vistoso, compiten. Quizá sea tiempo para que el purismo inglés le dé la razón a sus amigos continentales en que un partido no puede jugarse con máxima intensidad los noventa minutos.