A pesar de las muchas críticas que recibe y que se han acrecentado en los últimos años, la Champions League une a aficionados al fútbol como solo un Mundial puede hacerlo. No solo enfrenta a equipos de diferentes países sino que ha conseguido crear de sus partidos eventos imperdibles; generar un magnetismo alrededor de ese aura de grandeza. Tienes que verlo por lo que podría pasar. Incluso aunque luego no pase nada y las críticas rebosen acidez, arrepentimiento y un cierto desdén. El partido lo has visto. Y si no es el siguiente, volverás para ver el siguiente a ese. Si uno de sus puntos flacos en cuanto al atractivo competitivo son las fases de grupos, por culpa de los ultradirigidos sorteos que los diseñan, de vez en cuando, cuando el telón se levanta, los espectadores pueden toparse con joyas como un Liverpool-PSG. Posiblemente, los dos tridentes ofensivos más devastores del planeta sobre un campo de fútbol en la actualidad, dos venerados estrategas alemanes inmersos en el hipotético concepto de “marcar un época”, un estadio clásico y su siempre presente ambiente de que aquí va a pasar algo importante.
Algo que siempre estará ahí porque está impreso en la personalidad de Anfield y de quienes lo hacen posible en conjunto. Pero si a eso le añades el electrizante producto futbolístico que Jürgen Klopp continúa afinando día tras día, todo se amplifica. Las obras creadas se convierten en momentos clásicos, bajo las luces de la noche, que quedan para la posteridad, ya sea en la Europa League contra el Villarreal o el Borussia Dortmund o en la Champions League contra el campeón de Francia. Porque esa es otra: no sólo tenemos al Liverpool, uno de los equipos más poderosos del panorama contra otro de esos equipos, sino que además tenemos al PSG. Luego ya se derretirán bajo la presión de la fase final, pero no hay equipo que venda humo, en el mejor sentido de la expresión, y trompeteos y fanfarrias como el de la ciudad de la torre Eiffel. Desbordan glamour por cada esquina aunque ello, al menos todavía, no se pueda respaldar con capacidad competitiva. A uno de los escenarios más exigentes que podían encontrar llegaron para disputar un partido de primera talla mundial, pero lo hacían como lo hacían y para darse cuenta de que sus fuegos artificiales son del mismo calibre. Ambos los tienen, pero la harmonía con la que el Liverpool los puede efectuar es algo a lo que el PSG solo puede aspirar hoy en día. Y aun así, casi empatan. Incluso casi ganan los chicos de Thomas Tuchel.

Mientras que el PSG empezó el partido más o menos como acabó su temporada pasada (de Champions), el Liverpool empezó mucho mejor. Si ya lo había hecho en liga, esta vez se desquitó de su triste y decepcionante acto final en Kiev contra el Real Madrid. Listos y dispuestos para la ocasión, los locales salieron a morder, a echar sus contricantes contra el arcén y después directamente a la cuneta. Vendaval insignia del Liverpool para olvidarse de aclimataciones a partidos y demás hábitos vulgares. Salió a ganar y a entretenernos. Pero los que lo estaban recibiendo en su contra sobrevivieron, aunque sólo fuese un rato. Vale que el Liverpool es mejor equipo ahora mismo, pero el PSG sigue siendo el PSG y sigue teniendo armas. Poco a poco pudieron reducir la presión y despegarse del atosigo general. Y si, precisamente, fueran un conjunto algo más compenentrado y depurado podrían haber golpeado primero. Los espacios y las ocasiones para completar dicho acometido aparecieron. Pero no la certera anotación del gol.
Por su parte, el Liverpool no se había apagado; había tomado un respiro y redoblaron sus furiosos ataques. Se sucedieron las ocasiones en que quedó patente que el Liverpool es superior en los detalles, en ese poquito más trabajado, en ese paso por delante (o esos muchos pasos por delante -o detrás- en el caso de Kylian Mbappé y Neymar, dos jugadores que defienden a su ritmo). Desplegando su atronadora estructura ofensiva en toda su gloria, los Reds capturaron el uno a cero. Trent Alexander-Arnold centró pasado. Ningún problema. En la banda contraria recogió el balón Andy Robertson para reenviarlo al epicentro del bien y del mal, el área pequeña, donde Daniel Sturridge marcó con la determinación de quien lleva una eternidad buscando reecontrarse con una de esas situaciones, uno de esos momentos. Alphonse Areola, mientras tanto, seguimos sin a saber a qué estaba mirando exactamente.
Fue el primer gol de Sturridge en Champions League contra un equipo que no se llame MSK Zilina o Maribor. Menos común de lo que uno podría esperar, aún con lesiones. En cambio, no que James Milner conviertiese un penalti, donde sea y contra quien sea. Kylian Mbappé falló justo antes una oportunidad, pintiparada se podría decir. No estaban para permitirse fallar ocasiones. Milner golpeó ajustado al palo y dos a cero. El camino estaba señalado, pero seguía siendo uno largo y traicionero. Como el autor del gol que recortaría distancias antes de irnos todos al descanso. Ni Mbappé, ni Neymar, ni Cavani, ni tan siquiera Di María o Rabiot: Thomas Meunier, el único lateral belga del mundo (según lo visto en el Mundial), para sacar a relucir su engañosa técnica y enviar el balón a la espalda de Allison.
Entramos en la segunda parte. Listos para cualquier cosa. Como que el PSG construyese a partir de su gol su remontada. Ambos equipos tuvieron iniciativa; en muchos aspectos una lucha de poder a poder aunque sin perder los estribos. Pero el conjunto parisino nunca dio la impresión de poder elevar su despligue a un nivel que desbloquease la puerta. Hace años, en un episodio del mítico programa de televisión Top Gear, comentaban cómo el BMW todoterreno era de todo menos un todoterreno. Con el PSG da la sensación da pasar lo mismo. Aparentemente parece preparado para todo, pero en realidad no.
Sin embargo, cuando parecíamos rumbo a un solvente cierre de partido por parte del Liverpool, Alexander-Arnold desposeyó a Neymar para deleite de la mayoría presente antes de dársela a Mohamed Salah. Rumbo a un contragolpe, no obstante, Salah ejecutó un desastroso pase y todo se prendió: jugadón de Neymar, idónea culminación de Mbappé. Empate. Una vez más, la imperfección pudo con el Liverpool.
Se reagruparon y, aunque tuerto, salió Firmino al campo. A por la victoria. Aturdidos todavía por el golpe y quedándose los de Tuchel muy cerca de adelantarse en un ataque liderado por Julian Draxler, nadie podía desquitarse de la incertidumbre. Nadie quería, o ningún neutral por lo menos. Otro contragolpe francés tras un córner local parecía destinado a generar de nuevo inquietud en las gradas, pero Milner, quién sino, lo cortó en seco. Tras pasar por Gomez y van Dijk, el balón acabó en los pies de Firmino. ¿Qué iba a hacer? Opciones, muchas, y como siempre, eligió la mejor para el equipo. Esta vez, tras un excelente amago, su propio disparo. Y entró. ¡Gol! La locura se desató alrededor del héroe de la noche, que celebró el tanto de la victoria de la manera más perfecta: tapándose su ojo maltrecho con la mano. Con un sólo ojo, Firmino abrió los dos del Liverpool. Comenzamos de algún modo en Anfield por el postre, con una batalla más propia del final que del principio. Una cita que no sólo no decepcionó sino que probablemente superó expectativas.
