Cuando concluyó la Segunda Guerra Mundial, el Capitán Kenneth Rayment pensó que su nombre quedaría grabado para siempre en los libros de historia como el héroe de guerra que había acabado con cinco artefactos alemanes, uno italiano y un bombardero V-1. Tampoco imaginó nunca que, después de haber sobrevivido a cielos plagados de aviones enemigos disparando en todas las direcciones, sus días acabarían en un aeropuerto de Múnich. Junto con el de otras veintidós personas, incluyendo ocho jugadores del Manchester United. Dentro de aquel Airspeed Ambassador 2 del que Rayment era copiloto murieron los Busby Babes, quizás la generación más brillante de futbolistas de la historia del club.
Matt Busby hizo algo que pocos entrenadores han sido capaces de replicar a lo largo de la historia del fútbol: crear dinastías, una detrás de otra. El escocés firmó su contrato con el Manchester United meses antes de que acabara la Segunda Guerra Mundial, a principios de 1945. Su influencia fue inmediata. El United fue subcampeón en cuatro de las cinco primeras ligas celebradas tras la guerra, hasta que conquistó el título en 1952. Era el primer título liguero desde hacía más de cuarenta años. Sin embargo, el equipo estaba muy envejecido y Busby se puso manos a la obra para rejuvenecerlo.
En aquella época, recurrir a los fichajes para reforzar los equipos era tan común como en nuestros días. Sin embargo, Busby no recurrió a la cartera para renovar a su equipo sino que utilizó el ojo de Joe Armstrong para detectar talentos y la habilidad de su segundo Jimmy Murphy para moldearlos, con el objetivo de crear el equipo más potente del Europa. Porque Busby no quería contentarse con imponer su dictadura en sus propias fronteras sino que quería demostrar a toda Europa que el Manchester United era el mejor equipo del continente. Así que posó su mira en la recién creada Copa de Europa.
Su primer equipo era suficientemente bueno para recuperar la hegemonía doméstica. Jack Rowley era un goleador contrastado en los terrenos embarrados de las islas pero Busby sabía que necesitaba otra clase de futbolista para dominar Europa. Jugadores jóvenes, inteligentes, descarados, con una visión diferente del fútbol y de la vida. Chicos que no hubieran participado en la guerra aunque hubieran sufrido sus estragos en su infancia. Abran paso a los Busby Babes.
Con ese nombre bautizó Tom Jackson, periodista del Manchester Evening News, al grupo de jóvenes que conquistó las ligas de 1956 y 1957 con una media de edad de menos de 22 años. Una generación liderada por el centrocampista Duncan Edwards llamada a hacer historia, no solo en Inglaterra, sino en el fútbol mundial. Hasta aquel momento, ningún equipo en el mundo, quizás con la salvedad del Real Madrid de Alfredo Di Stefano, había reunido tal cantidad de potenciales estrellas.
Además del todoterreno Edwards, formaban parte de los Babes jugadores como el delantero Tommy Taylor, capaz de marcar 112 goles en 166 partidos con el United y casi un gol por partido en sus 19 partidos con la selección inglesa; o Jackie Blanchflower, el hermano pequeño de Danny, capitán del legendario Tottenham de los años 60; o el imponente central Bill Foulkes; o el rapidísimo Dennis Viollet; o, por supuesto, el inteligente Bobby Charlton. Una generación llamada a devolver a la selección inglesa a la cima del mundo.
Pero hablar de los Busby Babes es hablar de lo que pudo haber sido, no de lo que fue. Porque el avión que trasladaba al equipo de regreso a Mánchester después de haber eliminado al Estrella Roja en Belgrado en cuartos de final de la Copa de Europa, jamás llegó a su destino. Tras dos intentos fallidos de despegue, el avión apenas se elevó unos metros del suelo en el tercero antes de acabar estrellándose al final de la pista de aterrizaje envuelto en las llamas. Roger Byrne, Eddie Colman, Mark Jones, Billy Whelan, Tommy Taylor, David Pegg y Geoff Bent murieron en el acto. Duncan Edwards lo haría dos semanas después en la cama de un hospital de Múnich. Jackie Blanchflower y Johnny Berry sufrieron heridas tan graves que jamás pudieron volver a calzarse unas botas. Los Busby Babes desaparecieron de la noche a la mañana, casi como habían aparecido.
Mientras le daban la extremaunción por tercera vez en su cama en el hospital, la culpabilidad se adueñó de Busby. Al fin y al cabo, él había sido quien había reclutado a todos esos chicos que ahora yacían bajo tierra. Él había sido quien les había contagiado sus sueños de dominación europea. En última instancia, él era el responsable de sus pérdidas. Así que su primera intención fue retirarse a su hogar para siempre y olvidarse del fútbol que tanto dolor le había causado a él y a tanta gente a su alrededor. Pero entre su esposa Jean y su fiel escudero Jimmy Murphy le convencieron que abandonar ahora sería ser culpable de una segunda traición. Lo que debía hacer, le dijeron, era volver y acabar lo que había empezado. Tenía una deuda con los que, a diferencia de él, jamás abandonaron aquel maldito avión con vida.
Así que Busby se puso manos a la obra para crear su tercer gran equipo. El que debía devolver a la vida a los Babes. El que debía redimirle a él y a Charlton, que también meditó dejar el fútbol para siempre. Sin su amigo Duncan Edwards, jugar con la camiseta del Manchester United ya no tenía sentido. Pero, como Busby, comprendió que Edwards jamás le habría perdonado que dejara el fútbol.
Busby era consciente de que los tiempos habían cambiado. Sus añorados Busby Babes eran muchachos familiares, discretos. Pero estaba emergiendo la figura del futbolista estrella, del icono pop. En 1962, llegó desde el Huddersfield Town un delantero descarado como pocos de nombre Dennis Law. Un año después, debutaría en el primer equipo George Best. Junto a Bobby Charlton, formaron la santísima trinidad del United, inmortalizada hoy en una icónica estatua en los aledaños de Old Trafford. Un escocés, un norirlandés y un inglés, unidos para redimir a los Babes.
En 1966, el United se quedó a un gol de la final de la Copa de Europa tras perder 2-0 en Belgrado ante el Partizán y vencer solo por 1-0 en la vuelta. Y el destino parecía que iba a ser el mismo dos años después cuando el United se enfrentó al Real Madrid en semifinales. Tras vencer por 1-0 en Old Trafford con un solitario gol de George Best, el Real Madrid arrolló al United en la primera parte de la vuelta en el Santiago Bernabéu. Pirri y Gento dieron la vuelta a la eliminatoria antes del descanso, Zoco marcó el 2-1 en propia puerta que volvía a meter al United en la final pero, solo un minuto después, Amancio devolvió la ventaja a los españoles. Cuando el partido se acercaba a la media hora de juego de la segunda parte, David Sadler puso el 3-2 que volvía a clasificar al United para la final de Wembley. Y cuando la presión del Madrid parecía que iba a romper la obstinada resistencia del United en cualquier momento, Bill Foulkes puso el 3-3 que liquidaba la eliminatoria. Foulkes, un superviviente de Múnich.
En la final aguardaba el temible Benfica de Eusebio. Pero Bubsy, Charlton, Foulkes y compañía ya no temían a nada. Solo un partido les separaba de la gloria y estaban seguros que sería suya. Porque, más allá de méritos deportivos, se la merecían. Habían transcurrido diez años y pocos meses entre el accidente de Múnich de 1958 y la final de la Copa de Europa de Wembley de 1968. Y ahí estaban Foullkes y Charlton junto a Best, Law o Nobby Stiles sobre el césped. Y Matt Busby en el banquillo. El United acabó venciendo por 4-1 en la prórroga con un doblete de Charlton. Cuando se abrazó con Busby sobre el inmaculado césped de Wembley, quizás ambos pensaron en Edwards, en Taylor y en todos los demás. En que ellos también deberían haber estado ahí en ese momento. Y quizás lo estaban. Durante aquellos diez interminables años de reconstrucción, Edwards y los demás guiaron sus pasos hasta aquel momento mágico en Wembley. Busby dejó el banquillo al año siguiente tras casi un cuarto de siglo al mando. Ya no tenía sentido seguir. Su deuda estaba saldada.