Aaron Cabado

La esencia del fútbol británico y el fútbol de posesión

El fútbol inglés, siglo y medio después, sigue siendo fútbol inglés. El juego directo, físico y vibrante que siempre le ha caracterizado todavía vive, y con cierta frecuencia encontramos alguna que otra pincelada de clasicismo, de ese aroma vintage que se resiste a disiparse.

El fútbol, como entretenimiento de masas que es, se ha visto afectado a lo largo de las últimas décadas por el proceso globalizador y, consecuentemente, por sus nocivas tendencias homogeneizadoras. Pero en ocasiones los orígenes, estoicamente arraigados a la esencia de este deporte, emergen con fuerza para reivindicar su importancia pretérita y presente. Irrumpen para recordarnos que la historia es indeleble y a pesar del inexorable paso del tiempo, siempre consiguen hallar el modo de parapetarse ante el embate de los cambios.

Al fin y al cabo, los orígenes son aquello que, para bien o para mal, determina en cierto modo la identidad de cada uno. Son una constante que permite que las cosas no dejen de ser lo que son.

Y el fútbol inglés, siglo y medio después, sigue siendo fútbol inglés. No importa que aquel deporte que dio sus primeros pasos en las islas británicas se haya convertido en un colosal espectáculo universal: su idiosincrasia sigue vigente, perceptible, tangible. El juego directo, físico y vibrante que siempre le ha caracterizado todavía vive, y con cierta frecuencia encontramos alguna que otra pincelada de clasicismo, de ese aroma vintage que se resiste a disiparse.

En las antípodas del ideario futbolístico de aquella primitiva concepción del mismo se encuentra el estilo asociativo, que busca el dominio, la calma, la elaboración. Ambos se ubican en posiciones antagónicas, mirándose a los ojos. Hay numerosos matices intermedios, pero la involuntaria obsesión que tenemos los seres humanos por simplificar la complejidad del mundo también es extrapolable a este deporte (¿existe algo que no lo sea?), y nuestra tendencia a la dicotomía nos lleva a presentar la diferencia como oposición, obviando las características comunes y reforzando las dispares.

Digresiones aparte, la dominancia que ha tenido el fútbol asociativo en la última década ha sido constatada en varias de las mejores ligas del mundo, especialmente en la española y la alemana, de la mano de Pep Guardiola, actual prócer del estilo combinativo y los ataques posicionales. Su percepción de este deporte le ha reportado ingentes éxitos en ambos países, pero su aplicación en Inglaterra ha sido, hasta el momento, infructuosa. Lo mismo le ha sucedido a otro técnico ideológicamente próximo a él, Arsène Wenger, en los últimos años.

Por algún motivo, esta propuesta futbolística se encuentra con dificultades para establecer su tiranía en tierras británicas. El flamante vencedor de la Premier League 2016/17, el Chelsea, es el conjunto de los seis grandes con menor porcentaje de posesión del balón, y aunque ha tenido que llevar la iniciativa ante clubes de la zona media-baja, a nadie se le ocurriría definirlo como un conjunto que trate de subyugar a su oponente con posesiones largas, sino que busca más bien la percusión desde los costados. El caso del Leicester City, campeón el año pasado, es todavía más paradigmático, pues los Foxes se alzaron con el campeonato desplegando una versión netamente defensiva y contragolpeadora, pero de inusitado pragmatismo: pese a ser antepenúltimo en términos de posesión, fue el tercero que más tantos marcó. Así, la tendencia es clara. Pero, ¿cuáles son los motivos que explican la buena dinámica que vive el estilo conservador en Inglaterra?

En primer lugar, es más fácil aplicarlo, sin que esto tenga que entenderse como algo peyorativo. Sus consignas básicas son más sencillas de ejecutar y requieren menos tiempo para adherirse a ellas. El fútbol de posesión, por el contrario, implica un proceso de asimilación y práctica que puede durar muchos meses, en función de las características de los futbolistas y de su capacidad para adaptarse a los nuevos requisitos. Y en Inglaterra, al menos durante los últimos años, nadie ha sido capaz de diseñar un plan de juego exitoso acorde al mismo. Ni siquiera Guardiola, al menos por ahora. En Barcelona y Múnich consiguió generar esos mecanismos con bastante prontitud, en parte por la propia composición de sus respectivas plantillas. En el Manchester City no ha sido así. A pesar de contar con futbolistas de un nivel altísimo y con capacidad para desarrollar su propuesta futbolística, para poder aplicarla satisfactoriamente se necesita que el equipo funcione de forma armónica: requiere la actuación coral y simbiótica de un engranaje. Sus elementos deben potenciarse mutuamente, construyendo sinergias y edificando esos mecanismos a los que hacíamos referencia anteriormente. Y el Manchester City de la 2016/17 ha carecido de algunos de estos elementos: laterales profundos que permitan abrir el campo para asediar a rivales bien replegados y futbolistas que faciliten la presión tras pérdida y la recuperación en campo contrario, lo cual a su vez solucionaría una de las grandes deficiencias de los Sky Blues esta campaña: su incapacidad a la hora de detener frenéticas transiciones ofensivas.


El campeón Chelsea fue el conjunto de los seis grandes con menor porcentaje de posesión del balón esta temporada. El curso anterior, el sorprendente Leicester fue antepenúltimo en términos de posesión pero el tercero que más tantos marcó.


Por otro lado, los equipos que apuestan por desarrollar esta tipología de juego en la Premier League son escasos. Los seis clubes que han mostrado los datos porcentuales de posesión más altos en la campaña finalizada recientemente son, en orden descendente, Manchester City, Liverpool, Tottenham, Arsenal, Manchester United y Chelsea. Es decir, los seis primeros clasificados. ¿Qué significa esto? Que los conjuntos de la zona media/baja de la tabla, menos infectados por la ya mentada globalización futbolística, muestran cierta reticencia a manejar el esférico o llevar la iniciativa con balón. No hay casos semejantes a los de Athletic de Bilbao, Celta de Vigo o Las Palmas en la liga española, que apuestan claramente por la posesión.

De hecho, es complejo dirimir si los porcentajes de posesión que ostentan algunos de los grandes ingleses están relacionados con una voluntad real de monopolizar el esférico, o si son resultado de la cesión de este por parte de los rivales. Por ejemplo, el Liverpool de Jürgen Klopp, pese a ser el segundo conjunto que más posee el balón, siempre ha evidenciado su predilección por el juego de presión alta y transiciones. El problema es que el setenta y cinco por ciento de los equipos de la Premier League propician un contexto que no les permite jugar así, motivo por el que se ve obligado a diseñar mecanismos para hacer daño con ataques posicionales. Incluso el Tottenham, que sí ha mostrado una mayor intención de desarrollar un fútbol de posesión, no duda en atacar la portería de un modo relativamente directo cuando alcanza las inmediaciones del área. Por último, en el Manchester United, tanto Louis van Gaal como José Mourinho han hecho gala de una clara pretensión de tener el esférico, pero ambos se han mostrado ineficaces a la hora de otorgarle fluidez. Y si el balón no corre rápido, la posesión acostumbra a ser inocua.

La segunda de las razones reside en la notable igualdad y competitividad de la Premier League. Es cierto que algunos de sus integrantes son un caos táctico o muestran una absoluta ineptitud en la elaboración, pero casi todos saben encontrar formas de hacer daño. Algunos ejemplos: un jugador con calidad para asistir al hueco y otro con velocidad para tirar desmarques a la espalda en campo abierto (Riyad Mahrez y Jamie Vardy), un futbolista con capacidad para poner centros precisos y otro dominador en el remate (Gylfi Sigurdsson y Fernando Llorente), o un extremo hábil y rápido y un potente delantero de área (Wilfried Zaha y Christian Benteke). Las plantillas de los equipos de la zona media-baja de la Premier League cuentan con armamento ofensivo de peso, algo que no sucede, o al menos no al mismo nivel, en el resto de grandes ligas del continente, en las que el reparto de recursos económicos se queda bastante lejos de la casi salomónica distribución de la Premier League, lo que propicia que las diferencias aumenten.

El tercer y último motivo que impide que el estilo de posesión se instaure en Inglaterra está relacionado con la propia alma del fútbol británico, que impide que este se desligue de sí mismo del mismo modo que las raíces garantizan la supervivencia de un árbol: aferrándose.

De todos modos, no quedan ya demasiados exponentes de ese método rudimentario que se extendió por Reino Unido en el siglo XIX y que mantuvo su preponderancia en el XX. El West Brom de Tony Pulis, el Burnley de Sean Dyche o el Palace de Sam Allardyce son algunos de los ejemplos recientes más similares. Y siguen dando guerra: el propio Guardiola reconoció tras un encuentro ante el Burnley que su equipo tenía un severo problema a la hora de defender envíos directos al área, así como gestionando segundas jugadas.

A pesar de que no quedan demasiados clubes que guardan fidelidad a esta propuesta primigenia, en prácticamente todos los conjuntos de la Premier subyace un estrato de él, y de vez en cuando encuentra la forma de irrumpir y generar descontrol en la competición. Los propios aficionados británicos, siempre reticentes a la elaboración excesiva, coadyuvan a su aparición cuando empujan a sus jugadores a buscar la portería rival con ahínco. Ellos son los principales impulsores del fútbol inglés de siempre. Veremos si la tendencia actual se acentúa en los años venideros o si nos estamos aproximando progresivamente al adiós de la esencia más atávica de este deporte.

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