En un mundo en el que los matices son cada vez más odiados e ignorados para dar paso a visiones más simples de la realidad, hemos tenido, y seguimos teniendo, el Gran Debate constante en torno al Manchester United. ¿Es Pogba buen jugador? ¿Es Pogba mal jugador? ¿Es Solskjaer buen entrenador? ¿Es Solskjaer mal entrenador? ¿Por qué este club ya no es lo que era? ¿Por qué Phil Jones tiene contrato hasta 2023? En un mundo el que la guerra cultural parece consumir cada parte de nuestras vidas, en el que nuestras grandes instituciones caen cada día más hacia una extraña irrelevancia, que el Manchester United haya hecho más o menos lo mismo durante la última década de forma progresiva tiene algo muy coherente con lo que ha sido el resto de la sociedad mundial. Ni siquiera la luz de pureza de origen portugués es capaz de cambiarlo todo por sí sólo. Hoy en día una derrota contra el Sevilla y otra más escasas semanas después contra el Crystal Palace retorcerán tus dulces sueños.
A pesar de que en el United se volvía a respirar aire puro, aire de esperanza durante la reanudación veraniega del fútbol y no ese aire espeso de casa de fumador crónico, Roma no se levantó en un día. En el caso del Manchester United, en siete años tampoco del todo. Y quizás todo se venga abajo antes de volver a saborear la gloria de un gran trofeo; de una Premier League o de una Champions League. En el proceso de descubrirlo, la flecha apunta hacia arriba de la manera más esclarecedora que lo ha hecho en años. Sin las exageradamente absorbentes personalidades de Louis van Gaal y José Mourinho, este un United más de andar por casa, de mayor simpleza y facilidad en el trato. Pero incluso así, es semejante vorágine constante, semejante monstruosidad de club, llevando a cuestas sus 19 trofeos de ligas allá a donde vaya, que según a quien preguntes el hecho de que ahora haya menos fanfarria es parte del problema. No la fanfarria como tal, pero sí la fanfarria que trae consigo un entrenador de primera talla mundial. O lo que es lo mismo hoy en día: una estrella de rock.
Esa es la mayor parte del recurrentemente efervescente debate, que vuelve con estruendo cada vez que pierden: el entrenador de la todapoderosa superpotencia. Un debate entre continuidad estable y dar finalmente ese hachazo y contratar a ese entrenador que lo va a hacer todo mejor. Con Ole Gunnar Solskjaer esa parece ser la cuestión central. La tortuga en vez de la potencial liebre. Pero a diferencia de con Mourinho, por ejemplo, aquí los polos no se dividen entre las radicales posturas de blanco o negro, sino entre el negro y una especie de gris abstracto. Entre quienes piensan que OGS no está a la altura y quienes piensan que no importará si lo está o no, porque van por buen camino. Un asunto binario que existe de forma casi ajena al entrenador. Con Guardiola o el mencionado señor portugués, toda cuestión moral y filosófica les atraviesa de lleno antes de llegar al campo de debate, más conocido como Twitter. Solskjaer no cae mal. Con esa carita, con esos encantadores ojos azules, esa personalidad que fluye con tanta calma… es muy difícil caer mal, porque además realmente hay una sensación genuina con él. Pero si no eres al mismo tiempo una presencia humana tan inmediatamente magnética como Jürgen Klopp, lo que genera la simpatía son dudas. “¿Puede una “buena” persona ser un entrenador de fútbol de éxito?”, quizás la pregunta más pertinente.
La mañana después de esa innecesariamente traumática derrota contra el Crystal Palace había dos corrientes de pensamiento. La de que el United solamente necesita tiempo y algún que otro fichaje y la de que la derrota era una muestra indiscutible de que tienen un entrenador incapacitado para llevarles al siguiente nivel. Entrenadores con bagajes previos cuestionables o casi inexistentes como Diego Pablo Simeone o Zinedine Zidane acabaron por llevar a sus respectivos equipos a lo más alto del fútbol europeo. En el caso del segundo para ganar llegados a ese punto, en el del segundo para estar en esa esfera, en ese “a punto de” en el que vivió el propio Real Madrid durante años antes de capturar “La Décima”. El objetivo es por encima de todos ese: ser capaz de competir porque aunque “ganar” se haya convertido en la exigencia en el frenesí actual de otras superpotencias como Juventus, Barcelona o PSG, la cosa es estar ahí. Pero ese lugar está muy lejos de Molde, sobre todo en las cabezas de los más escépticos. Pero lejos de Molde está ya también el propio Solskjaer.
Bruno Fernandes llegó para comprar tiempo y para comprar sitio en el que respirar. Sin embargo, cualquier revés vuelve hacer a las paredes acercarse la una a la otra. Algo como “esto es el Manchester United” lo que realmente significa, por encima de cualquier otro concepto de esquiva grandilocuencia, es: gana o no nos callaremos. Solskjaer, a fin de cuentas, es Zidane pero sin una presencia tan intimidatoria ni una Champions ganada a los 5 meses de convertirte en entrenador del equipo. En Noruega puede que vendan salmón, pero visto lo visto, motos no. Al “asesino con cara de niño” no le ha salido con naturalidad vender la meta-narrativa que convirtió a Guardiola y Mourinho en dos mitológicos dragones vestidos de traje y situados justo delante de un banquillo de fútbol. La meta-narrativa no era sobre un estilo futbolístico de calado existencial al que iba a jugar su equipo, sino un constante viaje mental al pasado para contar las batallitas de los grandes años de Ferguson y qué felices éramos entonces. Por fortuna, llegó un momento en el que ya lo dejó ir, en el que ya no era ofrecido como parte desayuno de las ruedas de prensa entre los plátanos y el jamón en lonchas.
Cada muestra de flaqueza, no obstante, le vuelve a situar en el disparadero mediático. Porque Solskjaer no sólo compite contra la dificultad de descifrar la potencial excelencia de su propio equipo, sino que compite contra lo que nuestras colectivas cínicas mentes piensan que él es. Porque incluso entre quienes argumentan calma, el “Trust The Process”, nadie exactamente le coloca en el panteón de los mejores entrenadores del panorama actual. Mourinho podría estar entrenando en Tasmania que seguiría contando con el respaldo de quienes piensan que sigue siendo, incluso entrenado en la otra punta del mundo, el mejor entrenador del globo. No hay Solskjaeristas. Hasta periodistas noruegos como el fantástico Lars Sivertsen no pueden sino verle bajo una mirada de extrema racionalidad. Pero aunque Solskjaer como figura en sí misma no incite a una infatigable guerra cultural, su puesto como entrenador del equipo del que es entrenador sí. Al final, cuando un país cambia de “líder” después de 26 años, dependiendo de las circunstancias, el final de esa etapa puede desembocar en cierta intranquilidad social. Y ello aunque en el United ocurriese a pesar de tener las mejores intenciones del mundo para la transición post-Ferguson.
La cuestión con OGS es si puede ganar a la marea con su mejorado pero incompleto escuadrón de jugadores. Si puede o no su predominante tranquilidad presencial ante algo como una derrota contra el Crystal Palace de Roy Hodgson. El sesgo está marcado, en casi todos nosotros. Nos hemos vuelto tan expertos que sabemos exactamente que por ahí está suelto un discípulo de Marcelo Bielsa (caché y todo eso…) y subcampeón de la Premier League y de la Champions League como Mauricio Pochettino. En el peor de los casos, un innovador de voluntario perfil bajo como Laurent Blanc. Después de todo, Solskjaer era un simple interino que volvió a nuestras vidas de la nada. Y nadie dijo que sería fácil.
Casi todas las llaves al éxito parecen permanecer en esos difíciles conceptos futbolísticos: organizados ataques de simetría y brutal sintonía colectiva como esos que llevan a cabo Klopp o Guardiola en sus respectivos equipos. Eso y las infaustas transiciones ataque-defensa. Infaustas porque sólo las notamos cuando no funcionan. Elevado el problema al enésimo nivel si el Crystal Palace de los no-delanteros es quien hace que no funcionen. Porque el azar puede estar tan presente como quiera, que Solskjaer está atrapado en esta idea abstracta que hemos construido a su alrededor los guerreros de monóculo a los nos gusta el fútbol. Fallos y aciertos no serán juzgados por igual, sino que la balanza estará inclinada hacia lo primero. Y así tiene ser.
La pregunta es si a ello se puede sobrevivir con este equipo. Un año de pasión de Bruno Fernandes no será suficiente. O puede que sí. ¿Cambiar de De Gea a Henderson, un central nuevo, un lateral izquierdo nuevo, un extremo derecho nuevo, un delantero centro suplente a secas? ¿Qué necesita el United? ¿Nada en absoluto y seguir creyendo simplemente en el proceso? Esa eterna intermitencia de Victor Lindelöf nunca ha terminado de consolidarse como una luz eternamente encendida. Tampoco es Harry Maguire una fuerza de la naturaleza en la misma esfera que Van Dijk en la que es posible sobreponer a tu equipo a cualquier reto.
Como en todos los casos, el código de desbloqueo definitivo para el salto al siguiente nivel se encuentra en la simple calidad de los jugadores. Ya de por sí el hecho de que ese amable chico noruego tenga a la defensa produciendo unos números que fueron de los mejores en “goles esperados en contra” la pasada temporada ya es un enorme paso positivo ante un concepto tan recurrente como seguramente pernicioso: “le falta maldad para entrenar a una defensa” y tal. Si fichasen finalmente a Jadon Sancho posiblemente la guerra podría terminar para Solskjaer; por fin serían verdaderos candidatos por los dos grandes títulos. Mientras tanto, será otro día de estructurar a sus jugadores, de refinar tanto como sea posible cada acorde en la melodía de la defensa, del centro del campo y del ataque. Sus estrellas han brillado más gracias a él. Si de la misma manera que han competido con cada uno de los grandes en enfrentamientos directos consigue neutralizar a los Roy Hodgsons de este mundo, puede que Solskjaer por fin pertenezca a la alta clase. Pero todo esto no ha hecho más que empezar.