Los milagros existen, para más información preguntar en Old Trafford. No hace ni tan siquiera un mes que el Manchester United deambulaba por la Premier League sin ideas, sin ilusión y acumulando tropiezos. Ganar la competición era una quimera, pero meterse en puestos europeos había empezado a ser poco menos que misión imposible. Los dueños reaccionaron y -talonario en mano- destituyeron a José Mourinho. Llegó Ole Gunnar Solskjaer al banquillo y tocó la tecla adecuada, la de la psicología. Nadie sabe cómo, ni cuándo ni por qué, pero desde su aterrizaje, los diablos rojos cuentan sus partidos por victorias y las sensaciones no pueden ser mejores.
El trabajo del entrenador noruego es verdaderamente plausible, por lo menos hasta el momento, pero se hace especialmente obvio y llamativo en la figura de Paul Pogba. El poderoso centrocampista francés ha sido el principal beneficiado de la llegada de Solskjaer. El noruego optó por adelantar su posición unos metros en el campo, darle galones, libertad creativa y el resultado no puede ser más contundente: 4 goles y 4 asistencias desde entonces (7 y 7 en total).
Su metamorfosis se muestra en el verde, pero también en su estado de ánimo. Pogba ha vuelto a sonreír, ha recuperado la felicidad y ha frenado en seco un traspaso a otro equipo que se habría producido casi con total seguridad si Mourinho hubiera llegado a seguir al frente del equipo rojo de Manchester. Quién sabe si el galo puede encontrarse en el mejor momento de su carrera y quién lo hubiera sospechado hace treinta días, cuando era un jugador completamente devaluado y muy lejos de aquel por el que el United pagó más de 100 millones a la Juventus. Ahora sí es ese futbolista franquicia y determinante que todos esperan.
Es de dominio público que la enemistad Pogba-Mourinho había alcanzado un nivel insostenible, una batalla de gallos que solo podía acabar con la salida de uno de los dos. Ganó el jugador y perdió el entrenador. Desde entonces, Pogba está irreconocible y no ha dudado en analizar su descomunal estado de forma y (por supuesto) lanzar alguna que otra pulla al de Setúbal, la última este pasado domingo tras vencer al Tottenham en Wembley (0-1): «Diría que me estoy divirtiendo, disfruto jugando al fútbol, era difícil con nuestro anterior sistema. Defender no es mi faceta favorita (…) El nuevo entrenador me dice que entre en el área. No podemos marcar goles si no entramos en el área. Jugamos, tenemos la confianza de Solskjaer, de los compañeros, eso facilita las cosas. Ahora puedo chutar y pasar».

El efecto Solskjaer es absolutamente indiscutible y se hace extensible a toda la plantilla. Les ha cambiado la vida y ha conseguido despertar a la fiera just in time. Otros buenos ejemplos de futbolistas revitalizados son Víctor Lindelöf, Marcus Rashford o David De Gea. El central sueco parece haber recibido una transfusión de sangre y ahora es un tipo duro al que cuesta un mundo superar. El delantero inglés empieza a encontrar la regularidad goleadora que siempre le faltó; mientras que el arquero español ha vuelto por sus fueros para ser el portero de reflejos felinos que salva partidos con sus intervenciones, como sucedió en la primera gran prueba seria de los red devils (ante los Spurs) desde que el preparador nórdico lleva las riendas del Manchester.
Los aficionados del United ya no se acuerdan de José Mourinho más allá de para respirar aliviados de haber dejado atrás ese fútbol ultraconservador y prehistórico que estaba lastrando a los diablos rojos. Pero sería de necios negar que parte de la plantilla le hizo una cama con edredón de plumas y colchón viscolástico a su anterior entrenador. Cuesta encontrar explicación a un cambio de actitud tan flagrante y notable en tan poco tiempo. Solskjaer ha dado en el clavo y ha conseguido animar a un equipo deprimido, pero la pregunta es obligada: ¿era toda la culpa de Mourinho? Conviene recordar que, desde la salida del gran Sir Alex Ferguson, ningún inquilino había conseguido perdurar demasiado en su puesto. Hasta esta infausta temporada, Mou había conseguido volver a subir el nivel competitivo de un club que se había acostumbrado a vivir de fracaso en fracaso con títulos, quizá menores, pero títulos, al fin y al cabo.