Dicen los indignados con la repercusión del fútbol que es un deporte con una influencia decisiva en esto de anestesiar a la sociedad con pan y circo. No estoy seguro de si al Liverpool podría acusarle alguien de desviar la atención de las masas hacia temas tan banales como meter un balón en una portería, pero de lo que sí tengo certeza es de que la comparación con el espectáculo circense está más que justificada. Porque el juego de este equipo es piruetas, luces, pirotecnia y equilibrismo. Incluso cuando se trata de unas semifinales de Champions League.
Si en algo coincide la opinión general sobre este Liverpool es en que están tarados. Hay, sin embargo, mucho método en su demencia futbolística. El proyecto de Jürgen Klopp nació con la locura en sus genes y es un aspecto de sí mismo del que nunca podrá desprenderse, para bien y para mal. Cuando no sabían dominar esa ausencia de cordura, perdían en estadios de media tabla y los trofeos quedaban como un imposible. En cuanto han aprendido a convertir esa condición en una ventaja —lo cual suele ocurrir cuando el que rueda es el balón estrellado—, volverse locos es su seña de identidad ganadora.
Los Reds son capaces de jugar ochenta minutos con esa verticalidad arrolladora que pasó por encima del Manchester City para después dar pie a que la Roma sea durante diez minutos el equipo que eliminó al Barcelona. Sin embargo, ser un majadero ha pasado a ser mucho más satisfactorio que decepcionante. No suelen reclamar necesariamente el control del choque: les basta con que no lo tenga el rival. Es en ese frenesí de los partidos que se rompen donde aprovechan para noquear a los rivales que no puedan aguantar tantas revoluciones. Antes solían bordarlo para ser justo después víctimas de su propio caos, como pasó en aquel 0-3 en Sevilla que acabó transformado en 3-3. Ahora, si se desatan meten cinco goles y si se desorientan conceden dos.
Frente a la Roma han demostrado además un valor indispensable para aspirar a ser campeón: no distinguen entre equipos. El estilo ha sido el mismo contra un favorito a estar en Kiev como el Manchester City y ante los revolucionarios romanos. Klopp tenía enfrente a un rival tan inesperado a estas alturas como su Borussia Dortmund de 2013 o el propio Liverpool que hoy lidera, así que mostró su respeto por la gesta del club italiano atacándole sin vacilar del mismo modo que bombardeó a Pep Guardiola. En cuanto los Reds generan espacios para que Firmino y Salah se encuentren a la espalda de la defensa rival, da igual el escudo que lleves en el pecho: estás condenado.
No sé si acabará ganando la Champions League o se quedará a centímetros de agarrar las extremidades de La Orejona, pero este Liverpool está construyendo un icónico legado como unos estándares de ritmo y estética que ni Mad Max. Contra la Roma, Salah pidió perdón como si se arrepintiera de no poder parar de marcar goles, Firmino soltó patadas al aire de felicidad y Klopp practicó su clásica mueca triunfal con la mandíbula desencajada. Y en el otro extremo del campo, Karius quedó con una deuda eterna con el larguero de Anfield por ahorrarle un ridículo histórico y Lovren volvió a recordarnos que nunca está de más desconfiar con un cabezazo al aire que permitió el primer gol romanista. Hasta Mané se ríe cuando falla ocasiones que normalmente conllevarían un linchamiento en forma de abucheos. Pero no para Anfield, que se ha rendido a los beneficios del desequilibrio mental y se toma los errores como una consecuencia natural siempre que los aciertos compensen.
Que nadie tenga la menor duda de que el Liverpool no saltará al césped del Olímpico de Roma confiado. No sólo por el antecedente del Barcelona, sino porque son conscientes de su propia volatilidad. La misma que en Premier League los ha alejado del título, pero que en Champions los ha convertido en un grupo indomable. Y tan seguro es que no celebrarán antes de tiempo como que saldrán al ataque con un 5-2 de ventaja. Por eso este equipo es un regalo para los sentidos: porque se llevarán la locura con ellos hasta la tumba.