Sólo dos equipos habían debatido el insultante dominio del Manchester City en Inglaterra esta temporada con valentía real. Uno fue el Liverpool, que ganó 4-3 en jornada de Premier League, y el otro fue el Bristol City, que fue eliminado en las semifinales de la Copa de la Liga por un global de 5-3. Los Robins, que militan en segunda división, fueron osados porque no tenían nada que perder. Los Reds, sin embargo, lo habían sido por lo mucho que podían ganar. Por esa actitud irreverente ante el mastodonte azul que ha puesto de rodillas a todos sus rivales nacionales, el cruce de ambos en cuartos de final de la Champions League no presentaba un pronóstico tan favorable como el habitual en partidos de los pupilos de Pep Guardiola. Si había alguien dispuesto a responder con una contestación macarra a los elegantes argumentos futbolísticos del City, ése era el Liverpool de Jürgen Klopp. Lo que nadie esperaba era que los de rojo dejaran ese argumentario rival en blanco.
Klopp entiende el fútbol de una manera tan agresiva que nunca contempla dar pasos atrás. Son varios los equipos que este año han optado por ceder todo su terreno al Manchester City cuando ganaban o empataban, pero jugar a la ruleta rusa contra un oponente así acaba siempre en un tiro en la sien salvo milagro. Si el Liverpool es distinto al resto es porque frente a los Sky Blues no busca que la suerte sea una aliada. A pesar de que los celestes les quitaran la posesión, eso nunca implicó que el Liverpool renunciara al ataque y la verticalidad. Así que unos tuvieron el balón y los otros, las riendas del partido.
En vez de plantear la ida en Anfield como un ejercicio de minimización de daños, el Liverpool quiso que el primer asalto fuese el que definiera la eliminatoria. Al City le gusta ser Muhammad Ali y bailarte, agotarte y matarte con elegancia cuando las piernas flaqueen. Klopp, en cambio, es más de Mike Tyson: en cuanto bajes la guardia, gancho demoledor y mordisco en la oreja. Por eso atacó la raíz del juego ‘citizen’ cuando Guardiola buscó control y cazó siempre a contrapié a los visitantes cada vez que mandó a sus jugadores al ataque. Mohamed Salah, Roberto Firmino y Sadio Mané parecen enzarzados en una macabra competición semanal por ver quién destroza con mayor violencia a la defensa rival. Resolver el cubo de Rubik con los pies sería más sencillo para Pep que el rompecabezas que supone Alex Oxlade-Chamberlain como interior. Y hasta la defensa, con Virgil van Dijk como mariscal y Trent Alexander-Arnold haciéndose un hombre y un nombre, se permitió enfrentarse al ataque estático de los celestes sin sufrir los cortocircuitos del pasado.
No sólo fueron tres goles a favor y ninguno en contra para el Liverpool: el Manchester City ni siquiera disparó entre los palos durante noventa minutos. Si no quieres depender de la suerte, lo mejor es no jugar con ella. Y por eso Klopp atacó, atacó y atacó, y ni siquiera en fase defensiva se olvidó de dónde estaba la portería de Ederson. Ser valiente no era una opción, sino una obligación para ser fiel al estilo en el que ha basado su prestigio. Los Reds son ahora los que se olvidan de la fortuna y son los rivales los que se encomiendan a ella para que no les caigan más goles de la cuenta.
En Champions League suele decirse que el escudo gana partidos, y el Liverpool debería tener ese poder por las cinco veces que ha sido campeón de Europa. Ayer no vencieron por la jerarquía del ‘liverbird’ porque aún son una plantilla joven que no ha ganado nada y un club en proceso de regreso a lo que fue, pero si algo ha recuperado Klopp es el ‘You’ll never walk alone’. Sus jugadores se desempeñan con tanta energía que probablemente cogerían un fusil sin pensarlo si el alemán les pidiera que fuesen a la guerra. La afición, mientras, comprueba desde la grada que su equipo vuelve a hablar sin miedo como lo hizo Bill Shankly en los sesenta. Si bien es verdad que los Reds jamás han caminado solos, ahora lo hacen más juntos.