No nací en Newcastle ni tengo lazos en el árbol genealógico con la ciudad. Soy de Madrid y desde que llevaba pañales se me inculcó el madridismo como lo más parecido a una religión en una familia atea. Cuando decidí ser periodista, deseché el lado fanático de ese ritual de fe para ser honesto con mi manera de contar el fútbol sin dejar de llevar el blanco en el corazón. Es mi equipo por herencia y valoro ese patrimonio como oro. Pero con el tiempo he aprendido que también hay clubes que te eligen. Aunque juegue como local a más de 1.600 kilómetros de distancia, siento el Newcastle United como propio porque he descubierto lecciones y formas de apasionarse por una camiseta antes desconocidas. El fútbol le habla de la vida a cada uno con un color y a mí pensar en blanquinegro me replanteó mis ideas sobre lealtad, devoción, comunidad, tradición, victoria y derrota. Hasta que un día me di cuenta de que si esos tipos ganaban se me alegraba la tarde y si perdían me quedaba bien jodido: ya era uno de ellos. Por eso duele vivir una época en la que ser un ‘magpie’ exige lidiar con el sufrimiento. El Newcastle no se está muriendo; lo están matando.
Pocos martes más negros que el del 16 de enero de 2018 se recuerdan por Tyneside. Después de meses de rumores, la directiva del Newcastle anunció que las negociaciones para la compra del club por parte del grupo PCP Capital Partners se habían roto. Unos definen el proceso como «agotador, frustrante y una completa pérdida de tiempo». Los otros alegan que su oferta, cercana a los 300 millones de libras, no ha tenido respuesta. En el fuego cruzado, sin embargo, las balas siempre dañan a los mismos, los aficionados. De la ilusión por deshacerse al fin de Mike Ashley, el dueño que lleva una década empujándonos a la miseria, a un mensaje lapidario: no hay futuro.
Son ya más de diez años de mentiras de un tipo que compró el club como un activo puramente empresarial y ahora mira a otro lado porque su juguete se ha roto. En los trece años anteriores a Ashley, el Newcastle entró tres veces en Champions League y seis en la Copa de la UEFA. Con él y su séquito al mando desde 2007, St James’ Park sabe más de Championship que de competiciones europeas: una aparición en la Europa League y dos descensos. Es un hombre que utiliza a un club con 125 años de historia como plataforma para publicitar Sports Direct, su negocio gigante de material deportivo. Que, tras fracasar por segunda vez en la venta del club, aseguró que no se iría hasta que ganase un trofeo o se clasificara para la Champions League y dos años más tarde volvió a ponerlo en el mercado alegando que es un equipo que no puede competir. Que discriminó a Jonás Gutiérrez con la miseria moral que le caracteriza mientras el argentino luchó por su vida, regresó y se partió la cara por el equipo. Que prometió que todo el dinero que diera el ascenso a Premier League sería dedicado a fichajes y luego fue superado en inversión por el Huddersfield Town. Que rechaza propuestas de compra con cláusulas por si el equipo desciende y al mismo tiempo pretende mantener en la Premier League a una plantilla de nivel Championship.
No es precisamente un delirio de grandeza que la masa social de los Magpies reclame luchar por Europa y no por evitar el descenso. El Newcastle no es un club humilde; le han obligado a sentirse pequeño. Según el último estudio de Soccerex, es el trigésimo sexto equipo con mayor poder financiero del mundo y el duodécimo en Inglaterra. Además, es el decimoséptimo de Europa en asistencia a su estadio, con una media de 52.011 espectadores. Y, sin embargo, un puñado de ignorantes que saben mucho de despachos y nada de fútbol se empeñan en decirnos que no estamos autorizados para soñar.
Si algo me ha enseñado el Newcastle es que este deporte es de su gente. Es de la abuela que viste cada fin de semana su desteñida camiseta de Alan Shearer, de los que se toman unas pintas en The Strawberry antes de entrar al estadio y de los niños que se ilusionan viendo en Jamaal Lascelles al ídolo de su generación. De todos los que llenaron St James’ Park en la última jornada de la temporada 2015-2016 y convencieron a Rafa Benítez de que se quedara para volver juntos a la Premier League. El entrenador español, en el papel más mesiánico de su carrera, es la única figura que mantiene con esperanza a toda la ciudad. A nadie se le escapa que, con una directiva opaca y mezquina, ni siquiera el fortísimo vínculo afectivo entre el técnico y la hinchada puede evitar su abandono por hartazgo. Y sin Benítez sólo se adivina una situación parecida a la del archienemigo, el Sunderland.
La realidad hoy es que el único comprador factible se ha esfumado, hay un entrenador desesperado por recibir dinero para fichajes —que se le promete pero no se le concede— y el equipo camina al borde del acantilado, sólo salvado momentáneamente por deméritos de sus rivales de la zona roja. El día que Ashley se marche para no volver jamás podrá contar a quien quiera escucharle que estuvo a punto de matar a un gigante: lo hizo desde su posición de superioridad y destruyendo todo lo que una afición incansable ha tratado de preservar. Aunque quemado, sigo en mi convicción de que no podrán con el club que ellos ven como un objeto de reciclaje y nosotros como una pasión. Ahora queda mucho más lejos la fecha en la que celebrar la venta del Newcastle, pero aún confío en descorchar el champán. Espero que para entonces no sea demasiado tarde.