Como el fútbol dejó de ser hace tiempo sólo un deporte para convertirse en un fenómeno social y cultural que trasciende más allá de césped y porterías, la eliminación del Arsenal en semifinales de la Europa League ante el Atlético de Madrid no fue la única noticia relacionada con la visita del club británico a la capital de España. En las horas previas al partido, varios aficionados londinenses fueron grabados humillando a mendigos en la concurrida Plaza Mayor madrileña. Desde insultos hasta lanzar monedas al suelo para reírse de la necesidad de quienes tenían delante, indeseables envalentonados bajo la identidad de grupo que les otorga la camiseta de su equipo mancharon la imagen de su país, su club y el deporte. Sin embargo, ha habido voces en la prensa y fuera de ella que los han definido como hooligans, y es aquí donde se comete un grave error de definición. Porque esos personajes de la plaza son unos gilipollas, pero el hooliganismo es algo demasiado serio como para mencionarlo a la ligera.
Que un grupo de seres con las neuronas justas para no cagarse encima se regocijen con su clasismo y racismo merece el desprecio colectivo e incluso acciones por parte del equipo al que apoyan. Pero hablar de hooligans es hablar de criminales que han aterrorizado durante décadas en Inglaterra a aficionados que sólo querían ir al estadio a disfrutar de su club. Bajo la bandera del hooliganismo se ha agredido, robado, amenazado, discriminado, acosado y asesinado. Nadie mejor que la liga inglesa sabe lo grave que es una lacra así: una de las grandes razones de la creación de la Premier League en 1992 fue dejar atrás lustros de violencia en las gradas para modernizar un espectáculo que debía y debe pertenecer a todos.
Paralelamente al Atlético – Arsenal, también se ha conocido la lamentable agresión de varios encapuchados a seguidores del Olympique de Marsella que celebraban en un bar su pase a la final, donde se verán las caras con los colchoneros. Esos salvajes, que irrumpieron en el local para abrir cabezas en nombre del PSG, han recibido el mismo calificativo que los borrachos que se mofaban de indigentes por las calles de Madrid: ultras. Y aunque ambas situaciones son deplorables, es evidente que no hace falta ni explicar la diferencia de gravedad entre sucesos, empezando por que los agresores de París podrían acabar entre rejas.
Hay días tontos y tontos todos los días, pero haríamos bien en distinguir entre quienes aprovechan que su club marcha al extranjero para pasear su trogloditismo cerveza en mano y quienes conciben un estadio como un campo de batalla mortal. Ambos coinciden en que sobran en la sociedad y difieren en su peligrosidad: los primeros ponen en riesgo los valores éticos que deberían regir un evento deportivo y los segundos, la vida de todo el que se acerque a un estadio. Si esa línea de separación se hace difusa, sólo estaremos cediendo terreno a quienes ya demostraron de lo que eran capaces cuando campaban a sus anchas años atrás.
Que un idiota con alcohol en vena tenga pasaporte inglés no lo convierte automáticamente en hooligan, porque precisamente así no estamos protegiendo al fútbol de esa enfermedad: al contrario, banalizamos el hooliganismo. Si esos aficionados del Arsenal hubiesen pertenecido a esa calaña que tanto ha sufrido Inglaterra, hoy estaríamos hablando de heridos y víctimas y habríamos deseado que todo hubiese quedado en su demostración de miseria moral en la Plaza Mayor.