El día que David Moyes cambió Goodison Park por Old Trafford, empezó una nueva etapa en el Everton. El técnico escocés contribuyó a devolver a los Toffees a un lugar más acorde a su historia: cuando llegó, era un club que coqueteaba constantemente con la zona baja de la tabla, cuando se marchó, era un equipo asentado en la mitad alta. El crecimiento, aunque sin alardes, fue paulatino, y la paciencia, notable consejera, ejerció como guía. En verano de 2013 llegó la incertidumbre y la necesidad de seguir sin Moyes. Con la ambición de dar un salto hacia adelante, comenzó a construirse el nuevo Everton.
Cinco años después, los Toffees siguen siendo un proyecto a medio edificar. Han pasado tres arquitectos y ninguno ha sido capaz de erigir la obra esperada, aunque sería injusto responsabilizar exclusivamente a los tres técnicos, porque el Everton lleva cinco años inmerso en un deambular constante. La ausencia de un proyecto claro se han convertido en el principal estigma de un equipo que no hace mucho tiempo fue uno de los clubes de la Premier League con mayor proyección, pero que ha fallado a la hora de dar los pasos acertados para perpetrar su asalto a la élite.
En este lustro, el Everton ha oscilado vertiginosamente a lo largo de todo el espectro ideológico del fútbol: desde la apuesta por Roberto Martínez al nombramiento de Sam Allardyce, dos técnicos que se encuentran en las antípodas de este grotesco planeta balompedístico, pasando por Ronald Koeman. El bagaje es claro: en estos cinco años, los Toffes han vivido dos temporadas ilusionantes y tres temporadas decepcionantes. Dos campañas que han permitido vislumbrar trazos de un club con potencial para asentarse entre los grandes y tres años que han sepultado esa ilusión bajo toneladas de escombros. Como un templo derrumbado en un asedio y obligado a ser reconstruido de nuevo, excepto por el hecho de que, en este caso, el conflicto del Everton ha sido consigo mismo.
Los Toffees afrontaron la marcha de David Moyes como una oportunidad para acercarse al fútbol continental, y apostaron por el fútbol asociativo de Roberto Martínez, que había transmitido una imagen excelente en Swansea y Wigan. La relación entre el técnico ilerdense y el Everton fue pasional al principio y caótica después, cayendo posteriormente en la negligencia y la mediocridad. La temporada 2013-14, la primera con Martínez en el banquillo, fue la mejor del club desde su último título de liga (en la 86-87). Desplegó un fútbol vistoso que encandiló al espectador neutral, y la irrupción de jóvenes como Romelu Lukaku, Ross Barkley o John Stones generó ambiciosas expectativas alrededor del conjunto evertonian, que acabó la temporada en quinta posición y estuvo luchando prácticamente hasta el final por entrar en Liga de Campeones.
Todavía hoy es difícil discernir los motivos que llevaron al desastre al que llegó a ser uno de los proyectos más atractivos de Inglaterra, e incluso del continente. El Everton tenía una base a partir de la que crecer, había argumentos para afrontar el futuro con el objetivo de transformarse en un club ganador, una tarea extraordinariamente compleja, pero para la cual los Toffees parecían estar preparados.

No fue así. Tras ese idílico primer año, todo se derrumbó. Durante la segunda temporada de Roberto Martínez empezó a resquebrajarse la relación entre el técnico español y la afición del Everton, que comenzó a manifestarse en contra de la cosmovisión futbolística del entrenador cuando esta dejó de resultar efectiva. Los halagos se tornaron en críticas y varios sectores de la afición abogaron por volver a un juego más directo y británico. La campaña se cerró con un undécimo puesto en Premier League, sendas eliminaciones tempraneras en las competiciones coperas y una derrota decepcionante en octavos de final de la Europa League, ante el Dinamo de Kiev.
El Everton aplicó la receta de la paciencia, que en su día había funcionado con Moyes, y decidió mantener a Roberto Martínez un año más. Las estrellas del club se quedaron, renunciando a disputar competiciones internacionales, por lo que parecía un año propicio para resurgir de nuevo. Una vez más, el esfuerzo resultó inane. Los Toffees se quedaron a un paso de disputar las finales de FA Cup y de League Cup, pero el puesto en Premier League fue el mismo que el año anterior. El técnico de Balaguer no llegó a completar el año. Farhad Moshiri arribó al Everton, prescindió de Roberto y se propuso impulsar al Everton y llevarlo a la élite.
Para ello, confió en Ronald Koeman, un técnico que también apostaba por el fútbol asociativo, pero desde una perspectiva más moderada que permitiría, al mismo tiempo, dar cierta continuidad al trabajo realizado y adaptarse a las predilecciones del aficionado. Bajo la batuta del técnico holandés, el Everton —ya sin John Stones, que cambió Goodison Park por el Etihad en busca de títulos— completó una campaña notable que lo llevó hasta la séptima posición.
La mejoría generó ilusión, aunque no fue suficiente para convencer a Romelu Lukaku, sobresaliente en su último año con los Toffees, de permanecer a orillas del Mersey cuando llegaron cantos de sirena desde Mánchester. A cambio, llegaron Wayne Rooney y Gylfi Sigurdsson, entre otros.
Luego, el Everton dejó de ser el Everton. La habitual paciencia de los Toffees se desvaneció con la llegada de Moshiri, que cesó a Ronald Koeman al principio de la 2017-18 tras un inicio desastroso. El equipo notó la ausencia de Lukaku y, llegados al mes de octubre, bordeaba el descenso, en parte debido a un calendario terrorífico en el que el Everton concatenó varios encuentros frente a clubes del top-six. Dos meses malos pesaron más que una temporada notable y la balanza se decantó en contra de Koeman, que abandonó el banquillo de los Toffees por la puerta de atrás.
La destitución del neerlandés fue cuestionable, pero el nombramiento de Sam Allardyce lo fue aún más. Es difícil imaginar una decisión más rupturista para el banquillo evertonian, pues suponía abandonar completamente con el discurso abanderado desde la marcha de Moyes. La atávica concepción futbolística de Allardyce puede resultar útil en un contexto de necesidad: es un entrenador idóneo a la hora de conseguir un rendimiento inmediato y de sacar provecho de plantillas con poco talento. Sin embargo, el Everton tenía tiempo de sobra para revertir la situación. Es menester reconocer que Allardyce cumplió con la tarea que se le encargó: sacar al equipo del pozo y mantenerlo en Premier League. Eso sí, a costa de una temporada de tedio absoluto en Goodison Park.
Ahora, Marco Silva es el encargado de recoger el testigo, y suya la responsabilidad de retomar el camino. El portugués ha dejado luces y sombras en el Hull y en el Watford, pero el Everton le da la oportunidad de demostrar qué es capaz de hacer con un equipo que debe aspirar a luchar por colarse entre los seis primeros clasificados, pero en primer lugar, debe sentar las bases para construir un proyecto estable. El tiempo perdido ha pasado factura, y ya no queda ni rastro de aquella plantilla de jóvenes promesas. Así, recobrar la paciencia de antaño se antoja como una de las claves para que el Everton sea capaz de estar donde quiere. Por el contrario, si ante cada revés se responde con un golpe de timón, el deambular de los Toffees podría ser eterno.