La victoria del Leave en el referéndum de Reino Unido sobre la continuidad en la Unión Europea parece haber generado un sentimiento de alivio en buena parte de la ciudadanía británica, que culpa a la inmigración de todos sus problemas. Una de las consecuencias inesperadas de esa reacción han sido los ataques xenófobos y racistas contra algunos ciudadanos europeos, que trabajan y viven legalmente en territorio británico. En Huntingdon, una pequeña localidad cercana a Cambridge, unos niños de origen polaco recibieron unas tarjetas calificándoles de «alimañas» que deben «dejar la UE». En Barnsley, un reportero de televisión señaló que en cuestión de cinco minutos tres personas diferentes gritaron “Send them home” («Que se vayan a su casa»). La policía de Londres registró 599 casos de crímenes de odio tras el referéndum, un aumento del 50% respecto a la semana anterior.
No es objeto de este artículo explicar por qué los tres millones de europeos que viven legalmente en Reino Unido son una pieza indispensable del engranaje social y económico del país. Aquí estamos para hablar de fútbol. Y en pocos ámbitos como ese se ha hecho más patente la necesidad de la mano de obra europea desde la histórica sentencia Bosman de 1995. Por cierto, Jean-Marc Bosman, el hombre que sacudió los cimientos del fútbol europeo, es belga. El crecimiento exponencial de la Premier League le debe mucho a Bosman y a sus conciudadanos europeos.
Si el Reino Unido jamás hubiera entrado en la Unión Europea y, por tanto, los europeos hubieran sido considerados como extranjeros durante estos últimos 20 años, el paisaje del fútbol inglés sería radicalmente distinto al que conocemos hoy. El equipo más emblemático, la máquina más perfecta de hacer fútbol de la era Premier quizás no habría existido. Los invencibles del Arsenal de la temporada 2003-04 tenían a Jens Lehman en portería, a Patrick Vieira comandando el centro del campo, el ingenio de Robert Pirès y Fredrik Ljunberg en bandas y, por supuesto, la pólvora de Thierry Henry y Dennis Bergkamp en punta. Tres franceses, un alemán, un sueco y un holandés. Por no mencionar a Gaël Clichy, Sylvain Wiltord o José Antonio Reyes.
El belga Philippe Albert no tardó en convertirse en una figura de culto en Newcastle por sus tendencias ofensivas en la famosa línea defensiva de «The entertainers» del equipo de Kevin Keegan. Su gol a Peter Schmeichel de vaselina sigue siendo, veinte años después, uno de los mejores de la historia de la Premier. Un par de décadas después, otro central belga, Vincent Kompany, capitaneó el resurgir del Manchester City tras años de vagar sin rumbo entre la primera y la segunda división.
El Liverpool habría sido otro de los grandes damnificados si Reino Unido jamás se hubiera unido a la Unión Europea. Sami Hyppia, Xabi Alonso y Luis García fueron determinantes en el camino de los Reds hasta la final de Estambul. Y allí, el alemán Dietmar Hamann y, sobre todo, el polaco Jerzy Dudek fueron decisivos para remontar y acabar conquistando la Champions League de 2005.
En los últimos veinte años, los europeos han aportado el ingenio, la imaginación, la creatividad de los que el aguerrido futbolista de las Islas carece con honrosas excepciones (hola, Le God). Para el Manchester United, Eric Cantona fue mucho más que una cita ingeniosa o una patada voladora. Fue el tipo que definió por antonomasia el estilo de los Red Devils de Sir Alex Ferguson: descarado, valiente, ofensivo. Otro tanto se puede decir de su compatriota David Ginola, un tipo que enamoraba a las adolescentes de la primera fila con su sonrisa cautivadora mientras despedazaba laterales sin compasión sobre el césped.
La lista sigue y sigue. ¿Quién no recuerda el gol de Paolo Di Canio contra el Wimbledon? ¿O el «Why always me?» de Mario Balotelli (y sí, alguna que otra mansión en llamas)? ¿O el «Keep calm and pass me the ball» de Dimitar Berbatov? Ah, Dimitar… ¿Y qué decir del letal Ruud van Nistelrooy? Y tantos y tantos otros. ¿Cómo se puede desear que tipos así abandonen tu país?