Ilie Oleart

El difícil reemplazo del líder

Hace casi tres años que Sir Alex Ferguson abandonó el banquillo de Old Trafford. En este tiempo, el club ha sido incapaz de alzar el vuelo. David Moyes no logró ni siquiera finalizar la temporada, mientras que Louis van Gaal difícilmente pasará de los dos años tras fracasar en su intento de devolver el club a la élite inglesa.

 
Existe en la cultura británica una desmesurada idolatría hacia lo que podríamos denominar como el «entrenador-dictador benevolente», es decir, una figura omnipotente y absolutista pero que guía sus decisiones por la razón. Es la versión moderna y dominical del déspota ilustrado que rigió las principales monarquías europeas durante la segunda mitad del siglo XVIII.
 
Cualquier aficionado al fútbol quiere «un Ferguson» en su club. Es lo que antiguamente era «un Revie». O «un Shankly». Es decir, un entrenador carismático que permanezca en el club suficientes años como para formar una dinastía y moldear la institución a su imagen y semejanza. Todos esos entrenadores, más otros como Sir Matt Busby o Brian Clough, lo lograron y sus clubes vivieron las épocas más brillantes de su historia bajo su mandato. Pero esta equiparación entre entrenador y club, que tiene sus evidentes ventajas (comenzando por la cacareada «estabilidad»), también tiene sus inconvenientes. Comenzando por el final. Esto es, el final del mandato del déspota ilustrado.
 
Podríamos hablar del Leeds de Revie o el Nottingham Forest de Brian Clough, pero nos centraremos en el Manchester United. «La historia se repite primero como tragedia y después como farsa», dijo Karl Marx. Pues en eso estamos.
 
El desastre de la era post-Ferguson no es algo nuevo en Old Trafford. Tras cumplir su sueño de conquistar la Copa de Europa en 1968 y liberar su sentimiento de culpa por la tragedia de Múnich de 1958, Sir Matt Busby comunicó la decisión de retirarse en enero de 1969 tras veinticuatro años al frente del Manchester United. Durante ese largo periplo, Busby había formado tres grandes equipos en situaciones muy adversas: el de 1948 tras la Segunda Guerra Mundial, los famosos Busby Babes que encontraron su fin en un nevado aeropuerto de Múnich en 1958 y el de la Santísima Trinidad (George Best, Denis Law, Bobby Charlton) que conquistó la Copa de Europa en 1968. A sus 59 años, consideró que era momento de dejar el césped.
 
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Al igual que hizo Ferguson, Busby participó en la elección de su sucesor: Wilf McGuinness. En su primera temporada, logró un decepcionante octavo lugar en liga pero logró alcanzar las semifinales de las dos copas domésticas. Pero la temporada siguiente, el club llegó a Navidad en la 18ª posición en liga después de sufrir una humillante eliminación en la Copa de la Liga ante el Aston Villa, entonces en tercera división. Antes de acabar el año, McGuinness fue despedido y Busby regresó para dirigir al equipo hasta final de temporada. Tan pronto como entró por la puerta del vestuario, los jugadores dejaron atrás su apatía y finalizaron la liga en octavo lugar.
 
La temporada siguiente, Frank O’Farrell, entrenador del Leicester, tomó las riendas del equipo.  A pesar de un prometedor inicio, el equipo finalizó nuevamente en octava posición. Los problemas se agravaron la temporada siguiente, cuando O’Farrell acusó abiertamente a Busby de entrometerse en los asuntos del equipo. La enemistad entre ambos acabó costándole el puesto de O’Farrell, que fue sustituido por Tommy Docherty en diciembre de 1972. Bajo su mandato, el club descendió a segunda división en 1974. El club no ganaría ninguna liga entre la última de Busby en 1967 y la primera de Ferguson en 1993. Lo mismo puede decirse de la Copa de Europa, que el club tardó 31 años en volver a conquistar.
 
Aunque él siempre lo negó, es evidente que las injerencias de Busby en la labor de sus sucesores dificultó la gestión del equipo. Por un lado, intervenía directamente en decisiones tácticas y de fichajes. Por otro, mantenía una estrecha relación con varios de los jugadores a los que él había dirigido y con los que le unía una relación afectiva tras muchos años de penurias y alegrías. En sus memorias, Busby se pregunta: «¿Cómo podría haber abandonado por completo un club que reconstruí de las cenizas de la guerra y tras la tragedia de Múnich? ¿Un club que amo tanto, un club por el que casi di la vida?». Y ahí radica el problema. Y lo mismo sucede con Ferguson.
 
Tanto Busby como Ferguson permanecieron en el club en roles directivos. Su presencia, quizás a su pesar, se siguió sintiendo en el club. Tras veinticuatro años en el primer caso y veintisiete en el segundo, su esencia quedó impregnada en las paredes de Old Trafford. Contaba Brian Clough que una de las cosas que no soportaba durante su breve estancia en Leeds (44 días) era que en todos los rincones había fotos de Don Revie, su predecesor. Los jugadores seguían idolatrando al técnico que les había conducido a la gloria y desconfiaban instintivamente de su sucesor.
 
La figura de Sir Alex Ferguson sigue planeando por Old Trafford. Las cámaras de televisión le enfocan en el palco. Periodistas y aficionados analizan cada decisión de Van Gaal (o de Moyes anteriormente) en función de qué habría hecho Ferguson en esta situación. Cuando los medios acusan de «aburrido» al fútbol del United, lo hacen en relación con el estándar fijado por Ferguson. Cuando los aficionados cantan «4-4-2» en las gradas, lo hacen porque recuerdan las parejas de delanteros que Ferguson había construido para el club.
 
Quizás el problema no radique en Moyes. O en Van Gaal. Sino en Ferguson. En la figura gigante del predecesor. Cuando Bill Shankly dejó el Liverpool en 1974, le prohibieron que volviera a pisar el centro de entrenamiento. El resultado fue que sus sucesores mantuvieron la línea de éxito y excelencia que él había marcado. La otra opción pasa por nombrar un entrenador con carisma y autoridad suficientes como para arrasar con la figura del padre y construir su propia dinastía. ¿Hola? ¿José? ¿Estás ahí?
 

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Ilie Oleart