El Newcastle es un club que lleva prácticamente 20 años sufriendo una grave enfermedad: la bipolaridad. El club y su entorno son capaces de pasar de la depresión y la desesperación a la más completa euforia en cuestión de una semana. Sus aficionados están anclados en una montaña rusa de la que no han podido apearse desde 1992, cuando Kevin Keegan asumió las riendas del equipo.
Meses antes de que se celebraran los Juegos Olímpicos de Barcelona’92, el exjugador inglés utilizó el dinero del expresidente Sir John Hall para devolver al club su gloria pasada. El Newcastle ascendió a la Premier League en la temporada 92-93 como campeón de la extinta Division One y fue subcampeón de la Premier League en las temporadas 95-96 y 96-97.
Desde entonces, las expectativas se han mantenido altas en Tyneside. Sin embargo, no es cierto que los aficionados del Newcastle esperen que su club gane títulos. Sobre todo, porque las «urracas» no han ganado un título importante desde 1969, un título inglés desde 1955 y un título de liga desde 1927. Pero sí esperan que su club luche por las posiciones europeas, a la estela de los grandes clubes ingleses.
Y desde la época de Keegan, sus aficionados esperan hacerlo mediante un fútbol de ataque, vistoso y atractivo, prestando más atención al ataque que a la defensa. Keegan contribuyó a transformar el club y el tándem Hall-Keegan influyó a todo el fútbol inglés.
Keegan, desde luego, no ganó nada, pero convirtió al Newcastle de nuevo en uno de los equipos más atractivos. Su éxito ha pesado mucho sobre todos los técnicos que han pasado después por St. James’ Park. Solo un gigante como Sir Bobby Robson fue capaz de igualar sus logros.
Los aficionados del Newcastle son ampliamente admirados y respetados. Siguen congregrándose por miles para seguir a un equipo que insiste una y otra vez en defraudar sus expectativas. Algunos se burlan de su fidelidad y los aficionados del Sunderland, su acérrimo rival, acostumbran a describirles con las palabras «arrogante» e «ingenuo», pero lo cierto es que existe una sensación general de admiración.
Pero las cosas han cambiado en Newcastle desde que Mike Ashley compró las acciones de Sir John Hall y asumió el control del club hace cuatro años. La principal es que las expectativas han bajado. Y tal y como está descubriendo Alan Pardew, el técnico actual, no es necesariamente algo malo.
Tras un verano funesto, en que las «urracas» vendieron a algunos de sus mejores jugadores (José Enrique, Kevin Nolan y Joey Barton, más Andy Carroll en enero) y los sustituyeron por un grupo de jugadores de origen francés con escasa experiencia en la Premier League en la mayoría de los casos (Sylvain Marveaux, Yohan Cabaye, Demba Ba, Gabriel Obertan), muchos han situado al Newcastle en la lucha por la permanencia y sus aficionados encararon la nueva temporada con un sentimiento de pesimismo o, peor aún, de apatía.
Pero tras seis jornadas, el Newcastle es cuarto y, por una vez, se han superado las expectativas. La plantilla carece de un nueve puro y es corta, pero el equipo está bien organizado, se ha deshecho de la etiqueta de equipo ofensiva y nadie en Newcastle parece lamentarlo. Alan Pardew ha convertido al equipo en uno difícil de batir, tozudo, obstinado y beligerante, cualidades no asociadas inmediatamente a las «urracas» en tiempos pasados.
Pero una victoria es una victoria, sin importar cómo se logre. Esa transformación es la que ha logrado aplicar con éxito Pardew. Y lo increíble es que las cosas siguen tranquilas en Newcastle. En lugar de dejarse llevar por la euforia, solo existe satisfacción por comprobar que las cosas no han empezado tan mal como se temía.
El Newcastle sigue necesitando un delantero y Pardew lo volverá a intentar en enero, y el equipo está a un par de lesiones de caer en picado en la tabla. Pero, mientras, su solidez presente no ha permitido que los aficionados añoren la volátil espectacularidad del pasado.