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El Kop madrileño vibra con una noche histórica

La historia del heroico partido del Liverpool frente al Borussia Dortmund (4-3) desde un bar de Madrid. Sin la racionalidad futbolística típica de una crónica. Pero con una dosis de humanidad pocas veces repetible. 

 
Nota: el texto siguiente no posee las propiedades características de una crónica habitual. Ni su rigor ni el análisis propio del género.
 
En Madrid, capital de España, hay un bar en el barrio de Malasaña que pertenece a una peña de aficionados del Liverpool en la ciudad. El establecimiento tiene el nombre de Triskel y el colectivo de simpatizantes son los Madrid Reds. Para ubicar a aquellos que no conozcan Madrid, la zona de Tribunal está ubicada en pleno centro urbano. Lugar de hostales, cervecerías para turistas, y poseedor de un aire bohemio y personal inconfundible para cualquier madrileño.
 
Respecto al Triskel. En el exterior, es un bar que pasa desapercibido. No tiene nada especialmente llamativo. Y ya dentro tampoco parece el mejor lugar para beberse unas cervezas. Es un lugar de dimensiones reducidas, algo anticuado y con tintes lúgubres. En la planta superior no deja de ser una tasca clásica. Pero en el piso de abajo hallan cobijo los aficionados más fieles del Liverpool entre los más de seis millones de habitantes que aglutina la capital española.
 
En ese piso inferior no caben más de cincuenta personas. Y apretadas. Parece una cueva. Abrigada con ladrillos desgastados y equipada con taburetes de poca cuantía a juego con mesas fabricadas para sostener el peso de media decena de pintas de una vez. La iluminación no permite distinguir el nombre de la espalda de la camiseta a un metro y en el fondo del emplazamiento se halla la televisión que nos posibilitó ver uno de los partidos más gloriosos de la temporada, del lustro, de la década, del Liverpool y de la Europa League.
 
Fuimos cuatro amigos. Juan Yagüe (narrador), Juan Vega (colaborador de La Media Inglesa), Nacho y David. Llegamos con más de una hora de antelación. El sitio no es majestuoso pero es el lugar de mayor prestigio en todo el casco urbano para ver al Liverpool. Hay que llegar con tiempo. Los Juanes conocíamos el lugar. Habíamos visto otros partidos de la Europa League en el Triskel pero Nacho y David eran noveles en el encantador y sombrío lugar. Allí, aparecen aficionados ingleses a espuertas. Personas que no se  encuentran en el metro o en cualquier restaurante. Que parecen surgir en cada encuentro de los Reds para vaciar sus bolsillos en su santuario mientras ven a su equipo. Nadie sabe dónde viven. Ni donde trabajan. Se conoce que van a ver al Liverpool al centro de Madrid. Nada más.
 
Con el inicio del partido se entonó (algo inaudito hasta ayer) el «You’ll Never Walk Alone» y se respetó al igual que en Anfield Road el minuto de silencio por las víctimas de Hillsbrough. Fue algo solemne y venerable, que a tantos kilómetros de distancia, un compendio de desconocidos reverenciara de igual manera el acto de Liverpool. Difícil de explicar la empatía de aficionados anónimos a otros que cayeron en el espectáculo que más les apasiona. Compañerismo, hermanamiento. Ponga la etiqueta que quiera.
 
Empezó el partido y antes de acabar la primera pinta el Borussia Dortmund se ponía 0-2. Los goles de Henrik Mkhytarian y Pierre Emerick Aubameyang. Todos los allí presentes conocíamos la superioridad del equipo aurinegro. Pero fue demasiado brusco el paso de la fraternidad con el cuadro alemán a una eliminatoria con una remontada prácticamente imposible.
 
Más aún cuando al descanso el marcador permanecía inalterado. Los improperios de frustración en inglés hacían acto de presencia en cada ocasión perdida. El Liverpool rondaba el gol pero no lo conseguía. Las opciones eran mínimas.
 
Divock Origi recortó distancias nada más acabar el entretiempo. Los fumadores como Juan Vega y Nacho llegaban tarde al descuento del Liverpool. Seguían quedando dos goles por conseguir. Y con un equipo con jugadores como Nathaniel Clyne, Alberto Moreno o Adam Lallana parecía una empresa improbable marcarle tres goles al Borussia.
 
Marco Reus hizo el tercero y nos dimos todos por perdidos. Quejas de melancolía, de una competición perdida. Del adiós a Europa tras una participación mediocre en la Europa League. Pero quedaba ese resquicio de que el milagro se podía dar. Nadie lo decía pero todos lo pensábamos. Siempre queda fe para la épica.
 
Recortó distancias Philippe Coutinho y el piso inferior del Triskel se impregnó de la atmósfera de The Kop. Se creía posible. Se pensaba como algo real. Quedaban dos goles, poco fútbol, mucho camino por recorrer y una sola opción. El empate de Mamadou Sakho hacía perder los últimos vestigios de racionalidad y cordura entre esas cuatro paredes. Nadie pedía cerveza. Nadie se sentaba. Todos unidos bajo un mismo cántico, una misma voz y una misma ilusión. Otra proeza. La resurrección de Estambul.
 
Y con el gol en el descuento de Dejan Lovren la sensatez dio paso a la felicidad, el orden a los gritos y los abrazos, y la lógica a la emoción. La cerveza por los aires. Los vasos fueron cayendo de uno en uno al suelo por todo el local, la prudencia salió expulsada por la puerta y los hombres desconocidos se abrazaron entre ellos ante la heroicidad cosechada. Como un éxito propio. Como partícipes de la hazaña.
 
Se sucedieron los cánticos. Diversos, variados, feroces. Altivos. David y yo saltamos encima del banco donde pocos minutos antes parecíamos gente normal. La camiseta se desprendió de mi cuerpo convirtiéndose en bufanda y los diez minutos posteriores a la falta desviada de Ilkay Gundogan y consiguiente pitido final convirtieron al piso de abajo del Triskel de Madrid en el simulador o método experimental de The Brigit Abbey del West Ham en Green Street Hooligans.
La felicidad en estado puro. Los saltos en el banco del fondo, los golpes para generar ruido y viveza en los cánticos. La inhibición humana. La exaltación. La gesta lograda. Un equipo. Una comunidad. Una misión alcanzada. Un objetivo logrado. La euforia. La amistad. La humanidad representada tras noventa minutos de un partido de fútbol. Suena tan descabellado. Tan mágico.
 
Ante semejante despropósito, finalmente abandonamos paulatina y lentamente el local. Salimos de los primeros y volvimos momentáneamente a la vida real. Cuatro veinteañeros en las calles de Madrid, exaltados por una victoria del Liverpool, con testosterona hasta en las cejas… ¿Qué podríamos hacer?
Arrancamos un You´ll Never Walk Alone más allá de las once de la noche un jueves, claro que sí. A nuestro lado, otros dos españoles (posiblemente los únicos junto a nosotros en la media centena de hooligans allí reunidos). Un cántico culminándose, salen más camaradas del local que consideran que el cántico está en el plano ascendente y no finalizando. Continuidad (“walk on…”). Se repite la secuencia. Nuevos compañeros. Otra repetición. Y así hasta reunirnos todos en aquel barrio bohemio de Madrid y ponerlo patas arriba un jueves noche a base de cánticos. De entorpecer a los coches. De saltar. De celebrar. De sentir como hermanos a desconocidos.
 
Al finalizar toda la galería de cánticos posibles del Liverpool nos volvimos al metro. Al girar la esquina, en una de las calles principales de la ciudad, la realidad volvía a hacer acto de presencia. Me volteé para suspirar por última vez aquel clima de felicidad y alegría. Difícilmente repetible. Imposible de olvidar. Volvíamos a casa. Volvíamos a tener preocupaciones y quehaceres. Volvíamos a ser personas racionales. Pero los cincuenta del Triskel volvimos a confirmar algo que ya sabíamos y dijo Bill Shankly: “El fútbol no es una cuestión de vida o muerte. Es mucho más importante que eso».
 

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