Joaquín Pérez

Jürgen Klopp o lo impredecible

Estamos hartos de pensar. Entramos en una lógica en la que todo tiene que tener una razón. Táctica, estratégica, de rendimiento, cabalística. Todo lo malo que nos pasa, nos pasa porque nos lo merecemos. Porque son los resultados directos de los errores pasados, la dependencia, los fichajes, la desidia, la falta de motivación. Pero es no fue siempre así.

 
Y no hay que remontarse tanto en el tiempo para encontrarlo. Hay un día, una hora, un momento exacto en el que la culpa comenzó a pesar sobre nuestros hombros. Un instante en el que todo nuestro enfoque sobre el fútbol y la vida cambiaron. Ese momento fue un 27 de abril de 2014. ¿Vieron que no pasó mucho tiempo? Ya saben de qué hablo, un cierto resbalón de un cierto Steven Gerrard. Ahí empezó esta debacle.
 
Entonces, el paso siguiente es preguntarse qué es lo que cambió. Se fue Luis Suárez, sí. Se fue Steven Gerrard, sí. Se fue Raheem Sterling, sí. Llegaron refuerzos incompetentes, sí. Pero esto no es lo fundamental. Lo fundamental fue que se modificó nuestra relación con lo impredecible.
 
Brendan Rodgers es un enamorado de la táctica. Desde el día que llegó todos sus planteos iban hacia esa palabra difusa. “Death by football” significaba un planteo táctico, no uno filosófico. Al norirlandés le vimos cambiar de formación hasta cuatro veces en un mismo partido, adaptar jugadores a posiciones extrañísimas, líneas de tres, de cuatro, diamante, dos delanteros, uno sólo, extremos, interiores, cuatro centrales, presión alta, juego de posesión, de transición. Todas estas variantes e infinitas más fueron pasando por todas las canchas del país, con resultados más que diversos. Pero no nos mintamos, nosotros le creímos, compramos su tacticismo, era un innovador, un genio, el nuevo Guardiola. Los cambios de formación daban sus ganancias, en puntos, en rendimientos, en victorias. Y esto también cambió, estas variantes tácticas pasaron de lo milagroso a ser las avergonzantes señales de un técnico que estaba perdido y no encontraba ningún camino. ¿Por qué? Por una sola razón, dejamos de creer en lo impredecible.
 
Para ser más específico, lo impredecible es Luis Suárez. Pero no se limita a eso. A partir de lo que hacía Suárez en la cancha se fue formando un equipo que empezó a creer en que se podían hacer cosas que normalmente no se verían. Acciones que excedían lo posible en este reino de las estadísticas: milagros hechos y derechos. Buenos resultados de planteos que normalmente llevarían a lo mediocre. Así, mientras Suárez bailaba defensas, hacía cuatro goles por partido o metía cabezazos desde fuera del área, el equipo empezó a creer.
 
Y ahí hay otra pregunta, en qué empezaron a creer. Creyeron en sus capacidades individuales, creyeron en las capacidades individuales de sus compañeros, en sus capacidades como equipo y creyeron en Brendan Rodgers como aglutinante de todo eso. Pero más que nada creyeron en las capacidades de la imprevisibilidad en el fútbol. En que en cualquier momento se podían sacar goles, amagues, salvadas milagrosas y todo tipo de situaciones inesperadas de la galera para llevar al Liverpool a un objetivo aún más impredecible: ganar la Premier League. Estoy hablando de la doble tapada de Simon Mignolet esa primera fecha contra el Stoke, de los golazos a favor y en contra de Jonjo Shelvey, del gol de Jon Flanagan contra el Tottenham, del penal de último minuto contra el Fulham, del gol de Aly Cissokho y de todo, absolutamente todo lo que hacía Luis Suárez. Pero también estoy hablando del tacticismo de Brendan Rodgers. Los jugadores, el cuerpo técnico y los aficionados creían en que esos cambios impredecibles a la formación y la táctica que hacía Rodgers en los entretiempos de los partidos que iban mal nos podían dar ese resultado milagroso. Y lo hacían.
 
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Todo esto llevó a un momento, a una construcción de un equipo que podía hacer lo imposible. Y la épica es eso. Nuestro cuento de hadas tenía un héroe con una espada llameante que podía matar a todos los dragones. Esa espada era la táctica, ese héroe era Brendan Rodgers. Ese tiempo de creencia ciega fue el mejor momento como hincha de fútbol de mucha gente, y no era para menos. Estambul fue un partido, esto eran 38 Estambules, uno cada fin de semana. El momento cúlmine de este cuento épico fue el partido contra el Manchester City. La consagración de Philippe Coutinho. Lo impredecible de un tipo que no le hacía un gol ni al arco iris marcando el tanto más importante de la historia del Liverpool desde el 3-3 de Xabi Alonso contra el Milan. La euforia.
 
Pero la euforia murió con un resbalón. Ese fatídico momento fue en el que nos enemistamos con lo impredecible. Nuestro Dios nos había traicionado y no había receta para apagar el odio que nos generó. Lo impredecible de que el ídolo máximo, el jugador de fútbol que más mereció una Premier League, cave la propia tumba de su sueño. En ese mismo momento le cerramos las puertas de Anfield a lo único en lo que creíamos, lo impredecible.
 
No fue instantáneo. Primero se fue Luis. Así que trajimos a Mario. Enojados todos, le pidieron que se hiciera predecible, que dejara de lado todo lo que lo hacía quien supo ser, cosa que reclama también el Liverpool como institución. Este nuevo equipo tomó esa máxima, lo predecible como leit motiv. En este proceso también pasó otra cosa: el único refugio que encontró nuestra fe fue la táctica.
 
El resultado fue, justamente, el esperado. Un equipo que hizo lo predecible. ¿Y qué era lo predecible? Que Balotelli no iba a cumplir con su potencial, que la sobredependencia en Sturridge iba a ser un problema, que la defensa iba a seguir igual o peor… Sin embargo, esto no fue lo peor. La realización más dura fue darnos cuenta que las tácticas de Rodgers podían ser buenas, malas o regulares pero no eran más que eso, tácticas. Faltaba lo prioritario que era creer que de esas ideas teóricas podía salir el fútbol vistoso y la emoción, paso que no se podía dar sin aceptar lo impredecible. Se había apagado la llama de la espada de nuestro héroe y nos dimos cuenta que en realidad esa espada no era más que un juguete. Comenzó a imperar el resultado lógico. Los espantosos cero a cero, las derrotas con equipos menores y los festines que se hicieron con el Liverpool los dragones de la Premier League. A fin de cuenta, lo predecible para ese equipo era rendir por debajo de las expectativas.
 
Quedaron algunas muestras de la imprevisibilidad, que cuando podía se colaba en Anfield, sobre todo en la figura de Coutinho o en un golazo de tijera de Benteke. Pero no bastaba, y de a poco la vara de lo predecible caía cada vez más en un equipo que sin fe mostraba el resultado lógico de la decepción en cada partido. Salvados del daño que nos podía hacer lo impredecible quedamos a merced de la falta de esperanza que fueron los últimos meses bajo la tutela de Brendan Rodgers.
 
Todo esto cambió con la llegada de Jürgen Klopp. Él ya lo dijo en su mensaje a los hinchas “hay que cambiar de escéptico a creyente”. ¿Creyente en qué? En lo impredecible del fútbol, en que un equipo puede lograr cosas por fuera de la estadística y la lógica. Eso, y esto también lo dijo Klopp, empieza con que los jugadores disfruten del juego, y del juego se disfruta cuando se aceptan las cosas impredecibles que pueden pasar para mal y, sobre todo, cuando se cree en que se pueden lograr actos impredecibles para bien.
 
Los aficionados no pensaron en tácticas cuando vieron esa primera foto de Klopp firmando su contrato con Ian Ayre. No pensaron en el gegenpressen o si el equipo jugará 4-2-3-1 o 4-3-3, pensaron en que pueden lograr lo imposible. Pensaron en que nuestra sola fe en lo que podemos hacer nos puede llevar de nuevo a pelear por todo lo que queremos pelear. Pero más que nada, se ilusionaron con la posibilidad de dejar de pensar y disfrutar viendo los partidos esperando con ansias, otra vez, la magia de lo impredecible.
 

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Joaquín Pérez