Sentado a contraluz, rebobinando una vieja cinta de cassette con un lápiz, creí ver a Andre Vilas Boas llegando a la cola del paro:
– “¿El último, por favor?”
Me sentí estafado. Es cierto que nunca pensé que el portugués fuera un gran entrenador o, al menos, un entrenador cualificado para manejar estructuras pesadas, egos caprichosos, pero pensaba que la Premier League inglesa era la competición de las oportunidades, la paciencia, los proyectos largos, las cosas claras y el chocolate espeso: el té con leche es tan incivilizado…
Hubo un tiempo en el que lo fue, no obstante. Apoyé la mano en mi frente, intentando recordar: la imágenes se agolpaban en mi cabeza: veía equipos regentados por sus seguidores, presidentes aficionados al equipo que dirigían, desde niños; veía esfuerzo, desvelos, malas épocas y épocas doradas: religión.
Los confortables banquillos ingleses se han convertido en sillas de montar calientes
La Premier es un negocio rápido manejado por tiburones sin escrúpulos
Sentado a contraluz, rebobinando una vieja cinta de cassette con un lápiz, creí ver a Lawrence de Arabia entrar por la avenida principal, muy erguido en su camello. Venía solo, sin séquito. Levanté un poco más la mirada y quise distinguir, tras su estela, a cientos de seguidores que regentaban el equipo de futbol local, presidentes aficionados desde niños; cientos de esforzados, desvelados, gestores de buenas y malas épocas arrastrándose por el suelo, recogiendo las monedas que caían de los sacos que el animal llevaba atados en la grupa, a los flancos.
Y es que los tiempos han cambiado. La Premier League es un muy buen producto: un producto que gusta comprar, que se vende bien, que atrae grandes fortunas: negocio rápido manejado por empresarios sin escrúpulos, tiburones que desconocen el patrimonio, la idiosincrasia, la historia del club que acaban de digerir a golpe de talonario y del que solo esperan que regurgite el importe invertido más unos pingües beneficios acordes con el tamaño de la inversión.
Nada que objetar: yo invierto dinero en tu equipo, te traigo los mejores jugadores disponibles y tú me das títulos y gloria en el espacio de tiempo más pequeño posible: no admito errores, titubeos. Todo ha de funcionar como una máquina perfectamente engrasada: no hay sentimientos, todo es mecánico y frío. Mis expectativas serán directamente proporcionales al dinero que invierta: millones de libras ponen el listón de mis deseos muy alto, no lo olvides. Nada de proyectos a medio-largo plazo. ¡Rápido, rápido! Has fracasado: “¡Que le corten la cabeza!”.
Sentado a contraluz, rebobinando una vieja cinta de cassette con un lápiz, me lamente al ver cómo le vendíamos nuestra alma al diablo por un puñado de monedas, como cedíamos nuestro patrimonio a gente extraña, como esa aldea global tiene cada vez más de global y menos de aldea, como los confortables banquillos ingleses se habían convertido en sillas de montar calientes y sentí como se me escapaba el romanticismo entre los dedos, mientras Steve Clarke se giraba en la cola del paro:
-“Yo soy el último”.
O no.