Es época de solaz, de recreo. Momento de lucir chanclas con calcetines, sombrero de paja, camisa hawaiana y, por qué no, de disfrutar de lecturas livianas y desenfadadas. Los relatos veraniegos de La Media Inglesa serán el aftersun que aliviarán el dolor y la rojez de vuestras quemaduras solares de tercer grado.
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“Me llamo Socorro y soy banderín de corner”. El par de segundos que trascurrieron hasta que la vida retornó a la sala de terapia en la que me encontraba, fueron eternos. Notaba su mirada fija en mí, inquisidora, calibrándome. Nadie se movía de sus asientos, callaban; me quería morir.
La valla de publicidad estática fue la primera en reaccionar. Se levantó a duras penas de su silla, carraspeó y empezó a aplaudir, despacio, a ritmo de diapasón, tan rígida…; a continuación, el marcador electrónico comenzó a parpadear al ritmo de las palmas de la primera: un inquietante 0-1 y tres minutos de descuento pesaban como una losa en el ambiente; la almohadilla voladora, asiento de culo inquieto unas veces y arma arrojadiza, azote de trencillas y delanteros centro de saldo las más, se acercó a mí y me envolvió a modo de abrazo, cansina, ajada: “Bienvenida Socorro”.
Noté como el color de mis costuras volvía a su ser tras el sofocón de la presentación: la cálida acogida de mis compañeros de terapia y el abrazo de la almohadilla había logrado que volviera a mi ser: soy de natural carmesí por lo que mis turbaciones no son fáciles de detectar por los ajenos pese a que yo las sufra con paciencia, en silencio.
“Yo iba para servilleta de seda, de las de pico fino, boca de carmesí y bigote de marquesa”, comencé a relatar después que la valla de publicidad estática, que ejercía de terapeuta, me invitara a compartir con los presentes mis inquietudes. “Posaba en el plato con gracilidad, ora formando un cuadrado perfecto, ora en decúbito supino, ora pareciendo una flor”.
“La vida me sonreía: recepciones, banquetes, bodas y bautizos de alto copete me contemplaban: Paris, Londres, New York, la Isla de Java…no existía aristocrática comisura que no rozara ni lágrima ajena que no enjugara”.
Me encontraba a gusto en la reunión de terapia. Nunca lo hubiera creído; notaba como había captado su atención, sus miradas fijas en mí y ese punto de sana envidia que creía ver en la almohadilla, alojo sempiterno de traseros malolientes, me hacía sentirme bien, importante. Ese regusto a triunfadora que ya había vivido antes, hacía tanto tiempo ya que ya casi ni lo recordaba…
Suspiré y un pequeño hilillo de mis costuras arrolló por un extremo: sollozaba: solo el marcador electrónico se percató de ello: 0-2 y dos minutos de descuento: ¡agónico encuentro, pardiez! La proyección de un anuncio de agua mineral sin gas emitido en 365 líneas, titilante, en mi honor por el viejo notario, me serenó: un traguito.
“Una noche de desenfreno, a altas horas de la madrugada, un magnate ruso del gas me llevó a sus labios, Veuve Clicquot del 56 en mi fino paño. Al principio no llamé su atención pero, tras el segundo trago comenzó a apreciar mi presencia. Posó su copa en la mesa, me miró, me acarició, se enamoró”.
“Mónaco, Niza, Saint Tropez, fiestas en la playa, jets privados, coches de lujo…inseparables, siempre en el bolsillo de su camisa, de su americana y, en las noches más fogosas, en el bolsillo de su pantalón, lujuria”.
La valla publicitaria volvió a carraspear, inquieta: era recta, como no podía ser de otra manera, chapada a la antigua, con una rígida formación en los mejores centros de chapa y pintura, los relatos subiditos de tono la incomodaban soberanamente. Me conminó a que avanzara con mi relato y que no me entretuviera en detalles tan íntimos y escabrosos que a nadie interesaban. La almohadilla se quejó en silencio, contrariada: “Ya saltó el viejo trozo de hojalata puritano”.
“Una noche, tras sacarme del bolsillo de su pijama de seda, cigarrillo en la boca, me musitó que era propietario de un equipo de fútbol, allá en Londres. Me prometió que me llevaría allí, me convertiría en su musa, me luciría en el lugar más destacado del recinto, palo de oro por mis entrañas, el viento me ondearía sin cesar: yo, banderín de corner”.
“El sol se reflejaba en mis costuras. Miles de personas admiraban mi contoneo caprichoso allá en la esquina, radiante: era la estrella. Él, en el palco, sonreía: ¡lucía tan hermosa!».
“Fueron meses felices: cuando el encuentro terminaba, él bajaba al césped y me recogía, me doblaba con cariño, me mimaba”.
Un estruendo enorme me sacó, de repente, de mi relato: el marcador electrónico, ajeno a historias de amor y desamor, se había ido deslizando poco a poco de su silla, somnoliento, hasta que terminó con su carcasa en el suelo: se incorporó azorado y proyecto en su pantalla algo parecido a una disculpa: el encuentro había finalizado, al fin.
“Pero nada es para siempre. Sus visitas empezaban a distanciarse cada vez más en el tiempo. Tanto que, una vez, no volvió. Una tarde de partido lo ví, a lo lejos; acompañada por el viento comencé a agitarme, saludándolo. No se miró. Quizá la botella de refresco light, toda curvas y burbujas que en aquel momento rozaba sus labios, tuvo algo que ver en su ceguera. Desfallecí”.
“Nunca más volvió: el gélido frío de las noches y la humedad acumulada hicieron que mi terso paño se volviera rudo y acartonado. Ya no había celebraciones de gol a mi vera, fotógrafo avispado, portadas de periódico. Celebraban los goles pateando el palo de oro que me sostenía, limpiaban su sudor, me iba apagando….y no dejaba de llover”.
Nos tomamos un descanso. La valla de publicidad salió al descansillo: un puntapié propinado hacia tiempo por un central con malas pulgas, un chapista poco profesional, los años….no dormía bien: estaba harta de decir siempre lo mismo a quien la quería leer, tan cansada…
“Una tarde me metieron en una bolsa llena de camisetas sucias, pantalones, toallas…; el olor era tan fuerte que me desmallé. Cuando cobré consciencia estaba dando vueltas frenéticas en un habitáculo lleno de agua, jabón de mercadillo, centrifugado. Vomité».
«Cuando todo aquel carrusel finalizó me vi metida en una cesta, junto con la otra ropa. No sabía a dónde cual sería mi destino. ¡Aquello era tan nuevo para mí! Por una rendija pude ver el camino: ¡me llevaban otra vez al campo! ¿Habrían vuelto mis días de gloria? ¿Se habría cansado de la morena de bote?«
“El sol lucía con fuerza, el ambiente era secó, casi no se podía respirar. Era un día fantástico para secar la colada, allí, en el campo, tendida sobre una valla de publicidad…”.
Hace tiempo que la terapia terminó y, tengo que decirlo: hoy soy un paño nuevo. Es cierto que nunca más fui servilleta de seda pero el cambió me compensa. Ahora trabajo media jornada en un comedor social. No es lo mismo, pero me siento más realizada como paño que antes. De él nunca más supe. En cuanto a mis compañeros de terapia sé que están recuperados también, felices y optimistas. Otro día, quizá, os pueda contar su historia.
O no…
Sobre el autor
Toño Suárez
@Toño Suárez
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