Ilie Oleart

Un día en Andorra

Los aficionados de los grandes ingleses suelen viajar a Madrid, Barcelona, París, Roma, Milán, Londres o Múnich. El resto no tenemos tanta fortuna y tenemos que conformarnos con visitar diminutos principados europeos.

 
La visita del West Ham al Lusitanos andorrano me sorprendió en Madrid. Solo una persona carente de sus facultades mentales consideraría la posibilidad de conducir durante más de seis horas para recorrer los más de 600 kilómetros que separan ambos lugares. Así que me puse manos a la obra.
 
Descartado el tren (lleno el primero, demasiado tarde el segundo) y el avión (no hay aeropuerto en Andorra), la única opción disponible era el arriendo de un coche. Las empresas de alquiler de coches forman parte de un selecto grupo de entidades que odio profundamente, junto con las compañías aéreas, los despachos de abogados y las administraciones públicas en general.
 
El motivo principal de tal repudio es la asombrosa capacidad de estas compañías para sumar todo tipo de recargos, primas, penalizaciones y demás extras al precio que el pobre cliente incauto creía haber cerrado. Tras haber abonado el precio solicitado a través de Internet, procedí a estudiar en profundidad las condiciones contractuales de la compañía que, en un ejercicio de concisión elogiable, habían logrado reducir a 15 páginas. Pero estaba dispuesto a que no me atraparan esta vez. Con la seguridad del estudiante que lleva una semana preparando el examen, entré en la agencia.
 
– Hola, tenía una reserva a este nombre -dije mientras tendía todos los documentos mostrando un aplomo que no pareció hacer mella en mi interlocutra, una señora rechoncha de unos 40 años.
 
– Veo que ya ha abonado el alquiler -respondió tras unos 20 minutos aporreando el ordenador con una cadencia que me recordó al «Lago de los cisnes»-. Solo le falta por abonar el coste del depósito y la cobertura.
 
– No quiero ningún depósito. Y estoy más que satisfecho con la cobertura a terceros. No tengo intención de colisionar con ningún otro vehículo.
 
Inmediatamente supe que la batalla estaba lejos de estar ganada. Cuando giró la pantalla para que pudiera verla desde el otro lado del mostrador y abrió un cajón para sacar un volumen de las memorias de Manuel Azaña (o eso pareció desde mi posición), supe que estaba perdido.
 
Salí de la agencia un par de centenar de euros más pobre no sin antes ser informado que podía recorrer un máximo de 250 kilómetros diarios. Ir y volver desde Madrid hasta Andorra son más de 1.200. Estoy considerando seriamente la posibilidad de aprovechar la cobertura y dejar el coche calcinado en Los Monegros.
 
El coche se ha convertido en el último reducto para que los seres humanos modernos puedan meditar. Estos fueron los temas que asaltaron mi mente durante las más de seis horas de trayecto hacia mi destino:
 
– ¿Por dónde demonios se va a Andorra? (50 kilómetros)
– La última vez que visité Andorra (50 kilómetros)
– ¿Llegará Bilic a Navidad? (100 kilómetros)
– ¿Qué demonios es esa luz amarilla que parpadea junto al cuentakilómetros (50 kilómetros)
– Mañana tengo que escribir algo sobre este viaje (80 kilómetros)
– Cómo duele la maldita hernia (50 kilómetros)
– ¿Por qué no me haría del Manchester United? (100 kilómetros)
– ¿Qué demonios es esa luz roja fija junto al cuentakilómetros (100 kilómetros)
– Gracias a Dios (20 kilómetros)
 
Entre la hernia y el Manchester United, me detuve en un área de servicio. Siempre hay gente muy rara en estas zonas. Cuando era niño pensaba que eran vampiros que vivían ahí. Lo sigo creyendo.
 
El Lusitanos, como se propio nombre indica, es un club de y para inmigrantes portugueses. Incluso los dependientes del bar lo son. Este es el diálogo que mantuve con una de las cuatro dependientas que entrechocaban tras la barra haciendo gala de una ineficiencia típicamente latina.
 
– Cuatro cervezas, por favor -la horda de ingleses borrachos arremolinados junto a la barra aconsejaba el acopio.
– Eit -dijo ella en un alarde de cosmopolitismo.
– ¿Eh? -siete horas de coche no habían avivado mi intelecto, precisamente.
– Oito -replicó ella en su lengua materna.
– Ah.
 
Tras el partido, rumbo hacia Barcelona para poner fin a una jornada agotadora. No sin antes despedirme de mi nuevo amigo Mauro, un Hammer de Zaragoza que conocía gracias a Twitter.
 
¿Y el partido? Diafra Sakho, el mejor jugador del partido, se autoexpulsó a los 13 minutos. Elliot Lee marcó un gol. Lusitanos casi empata. Infumable, vamos.
 
Espero que Armenia, Malta, Bielorrusia, Letonia, Montenegro o lo que nos depare el futuro, sea más entretenido. ¿Por qué demonios no me haría del Manchester United? (200 kilómetros entre Andorra y Barcelona).
 

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Ilie Oleart