Juan Antonio Parejo

Un trágico mediodía de abril

Este martes 15 de abril se cumplirán 25 años de la mayor tragedia que ha vivido el fútbol inglés. Hace un cuarto de siglo, 96 aficionados del Liverpool fueron a ver a su equipo jugar una semifinal de FA Cup en Hillsborough y jamás regresaron a sus hogares.

Tras el agónico pase a la final de la FA Cup del Arsenal el pasado sábado, como simpatizante Gunner que uno es, lo lógico sería escribir unas líneas sobre el triunfo ante el Wigan. O tal vez sobre la enorme victoria del Liverpool sobre el Manchester City en Anfield Road y las lágrimas de Steven Gerrard. Sin embargo, fueron los siete minutos antes del partido los que nos volvieron a helar la sangre, recordándonos una tragedia imposible de olvidar, ocurrida un triste 15 de abril de 1989.
 
Los hechos son conocidos. Se disputaba la semifinal de FA Cup entre el Liverpool y el Nottingham Forest, como era costumbre, en campo neutral. En este caso en Hillsborough, el vetusto estadio del Sheffield Wednesday, y a los aficionados Reds se les sitúa en la tribuna oeste conocida como Leppings Lane. A partir de ahí, se desarrolla una cascada de fatalidades. La primera era que dicha tribuna, que debía recibir a los mayoritarios seguidores Reds, era considerablemente más pequeña que la asignada a los aficionados del Nottingham Forest. La llegada masiva y poco escalonada de los hinchas (algunos sin entrada) provocó gigantescas masificaciones a pocos minutos de comenzar el partido. Las prisas, malas consejeras, desembocaron en más agolpamientos hasta tal punto que moverse era una quimera. Por si fuera poco, para llegar a la grada el acceso era un angosto túnel. Una trampa mortal, como las vallas que cercaban el césped. Para entonces, Leppings Lane estaba completamente llena. No cabía ni un alfiler. Todos los ingredientes estaban dispuestos para el macabro suceso.
 
El fútbol estaba avisado de lo que podía suceder. En Glasgow y en Bradford los muertos se contaron por decenas. Por no hablar de la masacre de Heysel, protagonizada cuatro años antes precisamente por hooligans del club de Anfield. Hablar de aquel Hillsborough es hacerlo de un estadio decimonónico y arcaico, pero no de una excepción en su contexto. El propio Nick Hornby, fervoroso Gunner, comenta en «Fiebre en las gradas» que más de una vez sintió miedo en Highbury, el antiguo hogar del Arsenal.
 
Sin embargo, lo peor estaba por llegar. Los testigos de la catástrofe señalaron que la policía estaba totalmente desbordada, sin efectivos suficientes ni planificación. El superintendente David Duckenfield, designado para la seguridad tan solo 19 días antes del partido, tomó la decisión fatal: abrir las puertas de acceso al estadio, construido a finales del siglo XIX y, de paso, a las avalanchas humanas.
 
Durante siete minutos y con aficionados falleciendo aplastados o asfixiados, el Liverpool-Nottingham Forest continuó disputándose con una policía más pendiente de que los hinchas no saltaran al césped. Pese a ello, alguno lo logró, como el que le gritó a Alan Hansen que ya había muertos en las gradas («There are people dying in there!» según confesó el antiguo capitán red). Transcurridos esos siete minutos, se abrieron las portezuelas de las vallas que permitían el paso hacia el césped, aunque impidiendo en un principio que el gentío agolpado contra las mortales vallas pudiera ir más allá del terreno de juego. Por si la actuación policial no hubiese cometido ya demasiados errores, negó inicialmente la entrada a las 46 ambulancias que esperaban a las afueras de Hillsborough, pensando que se trataban de simples actos de vandalismo.
 
El horror cobraba forma ante las cámaras de la BBC (que estaban allí para grabar imágenes para Match of the Day pero que conectaron en directo cuando se produjo la tragedia) para todo el país en horario de máxima audiencia. Las imágenes de personas desfallecidas en el césped o arrancando vallas publicitarias para usarlas a modo de camilla aún hoy provocan escalofríos. Las escenas, dantescas, no necesitan demasiadas explicaciones. Creemos innecesario ahondar en el calvario sufrido por los heridos y muertos. Baste solo una historia, como referencia. Cuenta Rafa Benítez, muy involucrado con las víctimas, que un conocido suyo estuvo allí, aprisionado y sin poder moverse junto a una chica, la cual le tocaba la mano para dar señales de vida. Hasta que asfixiada, sus dedos dejaron de moverse.
 
Fallecieron 96 personas, entre ellas muchos niños, como un primo de Steven Gerrard. Una tragedia televisada, como si de un siniestro precedente del 11-S se tratase.
 
Saltaba a la vista que las negligencias policiales elevaron al cubo el número de muertos. Sin embargo, hablamos de la Inglaterra de los años 80 y de Margaret Thatcher. Como ocurriera, por ejemplo, con los llamados «cuatro de Guildford» (cuatro personas injustamente acusadas y encarceladas durante años por su presunta vinculación con el IRA), en caso de duda se defiende a capa y espada a los cuerpos de seguridad y se buscan enemigos, llegándose incluso a ocultar o manipular pruebas. En este caso, la versión oficial señaló como culpables de las muertes por avalanchas y aplastamientos a hipotéticos hooligans reds. Nada más lejos de la realidad. No contento con haber masacrado a las clases trabajadoras de un polo industrial como Liverpool, la verdad sobre los hechos fue silenciada y archivada por el gobierno de Thatcher durante dos decenios. Ya en 2012 y con muchos de los responsables fallecidos, se abrió una comisión de investigación que determinó que la policía fue la principal culpable de la tragedia. En septiembre de ese mismo año, el primer ministro David Cameron pidió públicamente perdón a las víctimas y familiares y amigos.
 
La herida se restañaba, pero solo en parte. Aún hoy persisten entre muchos de los que se pudieron salvar aquel fatídico día secuelas físicas y psíquicas. Unas disculpas que vinieron a maquillar años no solo de injusticia, sino de injurias y calumnias hacia una ciudad, un equipo y una afición. No se depuraron responsabilidades ni se establecieron indemnizaciones, sino que en su lugar, los nombres de los caídos aquel infausto 15 de abril hubieron de soportar como eran catalogados como hooligans por la policía y el gobierno, ansiosos por lavarse las manos. Además de llorar a las víctimas, se hubo de pagar el sobrecoste de la injusticia y del oprobio.
 
Unos hechos que conmovieron profundamente a la opinión pública y que transformaron por completo el fútbol, que aún entonces conservaba matices de sus raíces puramente obreras. El Informe Taylor, publicado tras la tragedia, acabó con las gradas de pie o las vallas, mejoró la seguridad y erradicó en gran medida el problema del hooliganismo. Terminaron con él los viejos vicios y virtudes y alumbró un producto nuevo, pulcro, envasado al vacío y exportable globalmente. El precio de los abonos y entradas se multiplicó, negando a muchos hinchas el poder asistir cada dos fines de semana a la celebración de la liturgia con su equipo. Apareció un nuevo tipo de espectáculo, orientado al seguimiento desde el televisor o el ordenador portátil, lejos del olor a la hierba y los cánticos de la grada.
 
Todo ello a un precio elevadísimo, el de 96 personas que simplemente se desplazaron para ver a su equipo. Al dolor provocado por la siega de sus vidas, se añadió la actitud de las autoridades, miserablemente interesadas en tapar sus vergüenzas. Una ciudad que durante generaciones tuvo una herida abierta con el nombre de Hillsborough.
 
Sirvan estas líneas de reconocimiento para las víctimas y sus familiares y amigos, veinticinco años después.
 
#JFT96

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Juan Antonio Parejo