A finales de julio de 2009, víctima de un cáncer de pulmón, exhaló su último aliento tras una larga, agotadora y durísima batalla. Su cuerpo no aguanto más, aunque su alma traspasó los lindes de lo físico y aún hoy reside en parte en todos aquellos afortunados con los que compartió su vida. Y por supuesto, en St. James’ Park, allí donde recibió su último homenaje, apenas cinco días antes de morir, como si la vida en retribución de todo lo que le había cobrado, le regalara un último instante de felicidad antes de partir. Allí donde iba a ver jugar al Newcastle con su padre cuando era un crío.
En efecto, hablamos de Sir Bobby Robson, meritorio delantero del Fulham y del West Bromwich, pero que pasaría a la Historia como entrenador, llevando a la gloria europea nada menos que al Ipswich Town. Con los Three Lions, solo Maradona en México 86 y, ay, Alemania en los penaltis de la semifinales de Italia 90, le alejaron de la Copa del Mundo. Inglaterra nunca estuvo tan cerca de revalidar el entorchado de 1966 ni ha vuelto a estarlo desde que Robson se hizo cargo del equipo. Su carrera no terminó ahí, sino que siguió consiguiendo títulos con el PSV Eindhoven, el Oporto o en el Barça de los difíciles tiempos post-Cruyff. Pero no vio cumplido su sueño hasta 1999, cuando fichó por el club al que amó desde el primero hasta el último de sus días: el Newcastle. Con él en el banquillo, las urracas volaron realmente alto, arribando a la Champions League, desplegando un fútbol apreciado por su valentía y que llegó a amenazar a los grandes de Inglaterra. Huelga decir que tampoco el Newcastle ha vuelto a alcanzar tales cotas.
Pero hablar solo de su carrera en los banquillos sería oscurecer sus verdaderas dimensiones, capacitado como estaba para reclamar el título de caballero como posiblemente nadie dentro del fútbol inglés ni mundial pueda hacerlo. Honrado y honorable, de una nobleza sobrecogedora, a nadie le negó esa sonrisa tan suya ni nadie habló mal de Bobby, al igual que él no lo hizo de nadie. En 1998 en su última rueda de prensa tras haber sido tratado y despedido de manera cicatera por los dirigentes del Barça, solo tuvo palabras de agradecimiento por haberle dejado las riendas del club y por haber dirigido a jugadores como Ronaldo. Y siempre, con esa sonrisa tan suya, muestra de ese entusiasmo por la vida que no perdió nunca. Ni en los peores momentos. Cuenta John Carlin que en 1995 tuvieron que extirparle un tumor maligno del tamaño de una pelota de golf a través del paladar, perforándole el labio superior, alrededor de la nariz. Cuando el médico le explicó el procedimiento y su mujer se quedó de piedra, aterrorizada, su primera pregunta fue preguntar cuando podría volver a entrenar. Una titánica fuerza de ánimo manifestada en su sonrisa que ni mil tandas de penaltis perdidas contra Alemania en tantas semifinales podrían borrar de su faz. Un irradiante optimismo y una desaforada pasión por vivir que ninguna de las cruentas batallas que libró contra el cáncer conseguiría ni tan siquiera mitigar.
Y es que si Bobby amaba profundamente la vida y lo hacía de manera intensa, disfrutando cada momento como si fuera el último, aún más amaba el fútbol. Que al fin y al cabo, para él venían a ser lo mismo. De la forma más pura, a la esencia del juego, “es mi droga, es mi vida”. Le entusiasmaba ver a veintidós tipos y un balón dispuestos sobre el tapete, fuera un Chelsea-Bayern o un Hull City-Derby County. No se cansaba de recordar aquel gol de Ronaldo en Compostela, que provocó aquellas imágenes suyas con los brazos en la cabeza, incapaz de dar crédito a lo que había visto. Incluso en sus últimos días, cuando el cáncer lo devoraba, seguía escribiendo en la prensa con regularidad o era capaz de desplazarse a Sunderland, al estadio del eterno rival, para contemplar las evoluciones de los Black Cats. Como ejemplo del cariño que despertaba, hasta la afición del propio Sunderland le llegó a cantó y aplaudir.
Su cuerpo expiró aquel 31 de julio de 2009. Su fuerza, su carisma, su perenne entusiasmo por la vida y el fútbol, su caballerosidad y su eterna sonrisa y sentido del humor no lo hicieron y desde algún lugar no identificado por nosotros, seguro que contempló los ocho goles que metió Inglaterra en San Marino o la derrota del Newcastle en Wigan. Pocos nombres son tan admirados como el de Bobby Robson dentro del mundo del fútbol. Ninguno más respetado ni tan merecedor del mayor de los respetos.